En 2020 todavía nos quedarán 5 años para terminar de pagar la deuda de armamento contraída "ayer " por España. ¿Te apuntas?

viernes, 28 de octubre de 2011

Tres cosas mascadas


TRES  COSAS   DISTINTAS   PERO   (PARA   MI)   CON CIERTA  RELACIÓN llevo mascando ayer y hoy y aquí estoy para compartirlas.

Una es una noticia leída. Es el periódico que es porque es el que llega a mi centro de trabajo. No me importa qué tipo de noticiario sea en esta ocasión. Pero ¡o felicidad! una tubería en África ha sido reparada diligentemente a pesar de los problemas de seguridad que había por la zona. Tal vez nos imaginemos qué transporta esa tubería, en una tierra tan devastada por la sequía.

Hoy, cuando escribo esto, hace sólo 8 días que uno coloquialmente conocido como Gadafi nos ha dejado. O más bien le hemos invitado amablemente a que nos dejara. Y en tan solo ocho días, la tubería dañada por la guerra en Libia ha sido reparada y de nuevo puede apagar su sed la refinería de Az Zawiyah. ¡Menos mal! porque esto no había quien lo soportara. Eso al menos debía pensar o decir algún consejero delegado de Repsol-YPF, en el madrileño paseo de la Castellana o vete tu a saber dónde, mientras le era servido un frío botellín de Solán de Cabras.

Esto me lleva recordar que si cierto proyectil dañó la tubería (o cierta granada o cierto todoterreno desbocado) era porque estaba Libia revuelta entera por que se había perdido por debajo de la mesa-camilla un dictador y estaban tras de él con la escoba. Ya le han dado el escobazo. Y como hay licencia, [¡Qué desagradables las imágenes de las noticias sobre esto! ¿no? ¡Qué poca sensibilidad! ¿verdad?] pues a otra cosa mariposa.

Y me venía todo este asunto a la cabeza al leer un artículo de Larra. Un reo de muerte, se titula. Podéis imaginar de qué está hablando. Y hay una frase que viajaba desde su tiempo [1835] al mio; “No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia.” Porque al llegar la frase a mis ojos, venía a mi memoria este suceso Libio, por lo reciente y, perdonad, por lo sangrante del caso. Pero venían con él las continuas ocasiones que decidimos extirpar de nuestro “cuerpo” todas las imperfecciones porque nos molestan. Nuestro cuerpo que es la sociedad y nuestras molestias que solucionamos con varios ingenios. Está, por ejemplo, la pena de muerte en sus múltiples y curiosas variantes. Está cualquier acto acabado en -cidio. Está también el hacer esto mismo en un quirófano y a un enano que no ha dicho aún esta boca es mía. Y el hilo conductor de esta extirpación de cosas molestas y otras muchas a mi me parece que es la indiferencia.

También pensé en esta palabra, In-di-fe-ren-cia, al visitar, por recomendación de un hermano mío, el blog de una iniciativa, como tantas otras afortunadamente, muy interesante. El iniciador de esta iniciativa había sido conmovido por las cosas que pasan en su mundo y se había dicho ¿aquí me voy a quedar sentado? Y en la fundamentación que escribe en ese blog sobre sus por qué, dice que quien tiene oportunidad de ayudar y no lo hace no tiene perdón.

Así, a primera vista al leer esto dije “oye muchacho, y tu qué sabes de los demás”. Era una forma muy poco “correcta” de hablar. Pero en seguida me dije “este tio tiene razón” no podemos perdonar la In-di-fe-ren-cia.

lunes, 24 de octubre de 2011

Seres picantes (estupidez [que quiere ser] rimante)


Ha se colado en la casa
en nuestra alcoba, un mosquito.
Era el de hoy. Le tocaba.
Hacen guardia en nuestro techo, de uno en uno; al acecho.
Y saben que volveremos. Nos han visto ¡han de saberlo!
A mi no me quieren, claro. Y a mi esposa la persiguen.
Y yo le digo al de turno ¡Vete, vuela hacia el pasillo!
¡Escapa! ¡Mira fuera, mira eso!
¡Sal, vamos, vete de aquí! ¡Hazme caso, se sensato!
Y se lo vuelvo a decir.
Y el lenguaje de esta vez
es la manga del pijama
es el foulard de mi amada
es la suela del zapato.
Es un cojín, es mi brazo.

Hay ventaja en esta caza, que cuando pacen así
por su techo agarrados,
en este estado ya tienen colmadita la barriga [vamos a decir barriga].
Y la panza ya les pesa, no se pueden ni mover.
Y mi lento calcetín consigue darles alcance
pasar por garrote vil a quien ha usurpado sangre
de mi casa desde ayer.
Lo peor es cuando en lucha,
desarmado y desalmado
recurro ya al cuerpo a cuerpo
y venzo a ser tan malvado;
pongo un dedo sobre él
le consigo aniquilar
y ahora tengo su botín mancillando mi pulgar.
Confío en que es de mi esposa
porque si pienso otra cosa,
si me figuro la sangre de cualquier vecino o gato
me dan un poco al momento, los siete males, que duran,
hasta llegar al lavabo.
Hasta que no es mancha la mancha, es corriente en el desagüe.
Y ya solo queda mancha de cadáver sobre el yeso.
Que nuestro techo conserva como recuerdo tunante
las huellas de sus cuerpitos.
Las alas de sus cinturas.
Mientras repite mi amada
¡hay, ahí, querido mio, que me mira ese mosquito!

Hablar debemos de ella, que sufre sobre su piel
las marcas que poco a poco la disfrazan de grosella.
Su sangre a de ser más dulce; lo comprendo, la verdad.
Entiendo que yo no guste a un mosquito de su edad.
Y pues tienen que afilar más la punta de su hocico
y así poder acercarse a mis venas a chupar.

Pero yo ante cada uno, cuando ya voy a matarle,
mirando a los ojos digo;
¡dile a todos tus amigos!
¡hazles saber a los tuyos,
que aquí solo una sangre
habrá que no os cueste vidas
y es mi jugo si queréis, el que habéis de succionar!
Pero acto seguido golpeo y supongo que así el reo
no tiene tiempo ni suelto para un telegrama breve,
que vaya a decirles ¡viva! ¡que me entrego! ¡Que soy suyo!
Que yo no quiero matarles.
Que lo mio no es la guerra.
Pero si zumban junto al oído de mi esposa y a las tantas
no les extrañe que el guante les aplaste todo el ser.
Que me tome la justicia
que no les conceda juez.
Una y otra vez repito que no piquen otra vez
si de nuevo y desoyendo
harán huella en mi mujer.

Con esta idea me acuesto.
Me entrego al sueño, me duermo.
E imagino que uno de ellos entra por la puerta y dice
con su permiso, y que llega
y comenta de buen grado que si de nos habrá buen caldo.
Y que pregunta, que observa
y si no nos ve dispuestos, va se de nuevo, no espera.

Sueño un mosquito educado
sueño un animal volando
que nos deja su tarjeta y se va para otro lado.
¡Y despierto!
¡Y me enderezo!
Y una vez más es a ella
el rostro de mi grosella
¡que me dice que he soñado!

lunes, 10 de octubre de 2011

Un hombre educado (Visite nuestro bar II)


Aprovecho la calma que se respira en la trinchera. Aún está humeante la tierra a mi alrededor después de la batalla. Hemos sido atacados casi por sorpresa pero afortunadamente había munición suficiente para contenerlos. Los lanzaempanadillas en sus puestos han aturdido a la clientela mientras los tiradores de cerveza disparaban a discreción contra el enemigo que se acercaba por la puerta de entrada. Han intentado abordar nuestras posiciones por un ladito de la barra pero gracias a la labor de la infantería que abofeteaba con la bandeja, se ha conseguido repeler el ataque.
Todavía resoplo después del último café cortado, chupito de aguardiente y la cuenta. Con esta última munición hemos conseguido despejar el campo y hacernos de nuevo fuertes tras la barra. Ha habido varias bajas -platillos de café, sobre todo y alguna copa de cognac de las que se rompen con mirarlas- pero el sacrificio ha valido la pena.
Recuerdo el momento más duro de la batalla. Ha sido hacia las 14:30. manteníamos nuestras posiciones atendiendo al enemigo en la barra. Los vermuts volaban. Los sifones se vaciaban uno detrás de otro y los botellines vacíos de Cola se amontonaban tras la linea de fuego. Entonces uno de los zapadores enemigos me pregunta si vamos a tardar mucho en darle su mesa. Le he reconocido. No hacía ni dos minutos que había llegado a la barra y mi compañero había salido enseguida a prepararle la mesa número cuatro -era la tercera vez que la doblábamos hoy-. Le digo que enseguida está; que no tardará ni dos minutos -otros dos- en estar lista.
Y entonces, cuando creía tener neutralizado ya al enemigo; cuando pensaba que el platito de aceitunas de Campo Real que le había colocado junto a su copa de tinto sería suficiente para contenerle -a el y a toda su compañía- va y suelta la frase que no quería oír; El enemigo sabe por dónde atacar. Entre aceituna y aceituna -tenía por lo menos tres en cada carrillo- me dice “Es-que-tenemos-prisa-¿sabe?”
Entonces suelto mi arma, me voy a un ladito de la barra y apunto en la libreta: ¿Por qué dices "tengo prisa" cuando quieres decir "tengo hambre"? Después vuelvo a mi puesto junto al zapador, hundo las pinzas en el bol de los torreznos y, sonriente coloco una cestita con dicha munición junto a las rollizas manos del zapador hambriento que simula tener prisa.
Ahora que la calma tras la batalla es nuestra de nuevo, pienso en el zapador y toda su compañía. Y me pregunto de nuevo por qué somos tan educaditos. Es de mal gusto, pienso yo, que un caballero que pesa más que lo que debieron pesar las tres vacas que le dieron por toda dote el año que se desposó con su señora, diga que tiene hambre. Claro. Pero entonces ¿por qué tiene hambre? ¿Quizá el travieso zapador ha acostumbrado a su estómago a ejercicio digestivo cada muy poquito tiempo? ¿Tal vez no sabe hacer otra cosa que comer? ¿Sabe nuestro querido y siempre-portador-de-la-razón, cliente, que si no come tal vez no va morir en ese mismo momento?
Digo yo que sí lo sabe. Por eso le da cierta vergüenza acercarse a la barra y decir “Oiga amable camarero: es que me ruge el estómago una barbaridad. Sé que no debería hacerlo pero es así de indisciplinado; Ruge hasta en los lugares públicos. Si tiene la amabilidad de sentarnos ya a la mesa y comenzar a sacar viandas, quedaré en deuda con usted”.
O tal vez no se ha parado a pensar en todas estas consideraciones, ni falta que le hace. Porque si nuestro bienamado zapador pesa lo que esas tres vacas, ya habrá hecho la cuenta él mismo que a cambio hay por ahí una personita que no abulta de perfil más que sus rollizos dedos que recuerdo había junto a los torreznos y las aceitunas de Campo Real. Y esa personita seguro que sí tiene hambre. De la que no se soluciona con unas aceitunitas.

domingo, 9 de octubre de 2011

El Infeccioso Gárgolas, cuento (parte II de II)


Montse debe ser la única de todo el personal del hospital que llama al infeccioso Gárgolas por su nombre. Montse es maja. Tendrá sus veintipocos. No la miran bien en admisión por que sus compañeras tienen entorno a los cincuenta y pocos. Lo cual deja poco margen al “pocos”, pero bueno. El caso es que Montse no tiene nada que envidiar a sus compañeras. Quizá por eso y por lo que sus compañeras sí envidian de ella, es por lo que Montse se encuentra incómoda en admisión. Agustín hace lo posible para que pase a la cuarta planta. Pero de manera ordenada, legal. Honesta. Que no haya que tener cuentas pendientes con nadie. Así que Montse le llama Agustín. Como esa mañana, a las 10:52, ya. Y su brazo se extendió, conteniendo su mano un sobre americano. Limpio, cerrado, comprado seguramente en cualquier papelería. Con letras muy pequeñas en la solapa, escritas a bolígrafo leyó “Dr. Agustín Gárgolas”. Y eso es todo.
Una persona como el infeccioso Gárgolas recoge el sobre, sonríe a Montse, sigue su camino y le pide a Jesús un café con leche y tres churros. Y dos sobres de azúcar, por favor. Así que Montse atendió ese teléfono que aun seguía sonando, Jesús cargó el porta con café y calentó la leche e infeccioso Gárgolas se acomodó en uno de los taburetes de la barra.
¿Por qué una persona como él, sin cuentas pendientes con nadie, recibe un sobre como aquel? Anónimo, extraño. Pero una persona como él, repasa con detenimiento los últimos acontecimientos de su vida y después rasga los dos sobres de azúcar al mismo tiempo y los vacía en el café.
Sus amigos, como hemos dicho al principio, se cuentan con los dedos de una mano incluso si tuvieron que amputarte dos por algún accidente laboral de los muchos que se ven en trauma.
Pelayo tiene treinta y nueve años y sólo hace unos pocos años que conoció al infeccioso Gárgolas. Es uno de sus tres amigos. El pelo de Pelayo es cuidado pero no muy corto. Tiene patillas anchas y camisas de manga larga arremangadas hasta la mitad del brazo. Calza náuticos y usa pantalones de pinzas. Se conocieron en la cafetería de este hospital. Pelayo respeta tremendamente al infeccioso Gárgolas desde la conversación del primer día. Todo porque pidieron una de churros casi al mismo tiempo y Jesús les dijo que solo quedaba una ración. Que o la compartían o alguien se quedaba sin ellos. Así que churro y medio para cada uno. Y Pelayo es odontólogo pero está ahí porque su madre se está muriendo y al final la Seguridad Social es lo mejor y ha decidido que para qué está el dinero.
Así que ¿Qué sentido tiene que Pelayo le dejara ese sobre?
Sin embargo su tocayo Agustín. Agustín Contreras, es como más de andar por casa. Hace por lo menos quince años que no se ven. Agustín es comercial de una industria farmacéutica y se hicieron amigos el día que el infeccioso Gárgolas le echo de su despacho. Este es el amigo que le ignora. No le llama, no le felicita la navidad, no le pregunta. Pero cada cierto tiempo aparece alguien por el hospital que pregunta por el doctor Agustín Gárgolas y que dice que va de parte del señor Contreras y que es muy amigo del doctor y que le manda saludos. Agustín nunca lo entiende muy bien. Pero ¿por qué iba a enviarle él ese sobre?
Sacristán. Seguro que ha sido Antonio Sacristán. El muy cabrón. Infeccioso Gárgolas va por su tercer y último churro. Va a terminar y aun no ha abierto el sobre. Prefiere hacer primero todas estas conjeturas y luego, con su abrecartas de hueso, en la tranquilidad de su despacho, ya lo abrirá.
Antonio Sacristán fue compañero de clase del infeccioso Gárgolas desde bachillerato. Y como los dos fueron a curso por año hasta quinto de carrera y ambos habían hecho medicina, Antonio había sido su compañero de clase hasta los veinticuatro años. Era un hombre alto. Metro ochenta. Nunca jamás nadie podría haber dicho que le hubiera visto con barba de más de un día. Ni en las guardias de los primeros años. Vestía camisa de manga corta siempre y lo que cambiaba era llevar su cazadora o no, según la estación. Era muy austero. De manera inversamente proporcional a su esposa.
Antonio Sacristán decidió ahorrar. Estaba un poco harto de que tanta austeridad no sirviera para nada. El infeccioso Gárgolas le comprendía, le apoyaba y le ayudaba siempre que podía. Así que preparó una dosis que acabó con la esposa de Antonio en cuestión de un mes y sin que faltara de la farmacia de este hospital ni un mililitro de fármaco. Que no quería tener cuentas con nadie.
A lo mejor sí iba a ser Antonio el del sobre.
Las veinte pesetas que le quedaban en el bolsillo de la bata sonaban, cada una de las cuatro monedas, con cada paso por el pasillo de la cuarta planta. El infeccioso Gárgolas llegó a la puerta de su despacho. Sacó la llave, abrió y entró dentro.
El despacho del infeccioso Gárgolas le habría gustado a Antonio Sacristán. Hay una mesa, amplia eso sí, una librería sin un solo libro, un par de archivos junto a la puerta y un barco dentro de una botella sobre los archivos.
Nada más. El título de doctor lo tiene, en una fotocopia, en una de las carpetas de uno de los archivos. Y unas gafas de repuesto en el segundo cajón de su mesa, eso sí. Y la mesa llena de papeles. Con su orden, pero llena.
Así que se sentó en la silla, dejó el sobre en la mesa y abrió el primer cajón. Allí una lupa, una grapadora, un par de lápices y el abre cartas de hueso iban y venían cada vez que se abría o cerraba.
Abrió el sobre. Contenía varias hojas. Cinco, contó. Una era manuscrita. Las otras cuatro eran una fotocopia. La hoja manuscrita, la reconoció enseguida, era tal y como había supuesto, de su colega y amigo Antonio Sacristán. Las otras cuatro eran la copia del auto de la sala número 6 de lo penal de la audiencia provincial, en el que constaba que el infeccioso Gárgolas y Antonio Sacristán estaban imputados como presuntos autor y cómplice del homicidio de doña Luisa Germán Santos. Esposa de Antonio. El auto se había servido, además de las pruebas, de la declaración del señor Sacristán.

Querido Agustín –decía la carta- te envío esto, que ya te lo mandarán también a ti desde el juzgado, para que no te pille por sorpresa. Ya sabes que nunca he sido muy partidario de las mentiras y de andar ocultando cosas. Por eso les he contado lo que hicimos según me lo han preguntado. ¿Qué yo te lo pedí y que me creo el único responsable? Pues ya sabes que si. De eso no tengas duda. Que para mi tu no tienes ninguna cuenta conmigo. Si acaso yo la tengo contigo. Pero sabes que a estos del juzgado eso no les importa nada. Si tu y yo hemos llegado a un acuerdo entre caballeros, a ellos les da igual.
¿Ya has hecho cálculos de cuantos años vas a ir a la cárcel? Yo estoy encantado, oye. Que a mi la casa se me caía encima de tanto no salir más que al trabajo y vuelta a casa. Pero bueno tú estás acompañado en tu casa. Tu estarás más a gusto ¿verdad que sí? Hombre, lo que si he pensado es decirle al juez si por lo menos pueden enviarnos a la misma prisión. Que parece que así estamos más entretenidos.
Pues nada más. Dile a Elvirita que se cuide. Me gustaría verla antes de irnos. Pero si no, pues se lo dices de mi parte.
Oye que aquí estoy para lo que quieras. Como siempre.
Antonio María Sacristán Sacristán.

FIN

viernes, 23 de septiembre de 2011

El coleccionista de atardeceres


"Habrá que demoler barreras,
crear nuevas maneras
y alzar otra verdad.
Desempolvar viejas creencias
que hablaban en esencia
sobre la simplicidad.
Darles a nuestros hijos,
el credo y el hechizo
del alba y el rescoldo
en el hogar.
Y si aún nos queda algo de tiempo,
poner la cara al viento
y aventurarnos a soñar”.
                   -Joan Baptista Humet, Hay que vivir

Y si aún nos queda algo de tiempo contemplar.
Al borde del pueblo que frecuento -que no es mi pueblo, pero ya soy casi suyo- hay un lugar especial para contemplar. Desde allí; desde la parte de atrás de la cocina en la que a veces sudo de tanto cocinar, contemplo a ciertas horas como el sol desaparece. Y tras su desaparición, como pinta, como enciende las puntas de las espigas, como violetea la pradera y los pinos. Con nubes, sin nubes. Con tormenta, con tan solo cielo. Con viento, con calma. El atardecer se puede coleccionar como los cromos. Mirar ese atardecer, hacerlo desde el principio hasta el fin o en un goteo de momentos robados a otro quehacer, es como cuando un niño rasga un nuevo sobre de cromos. Abre los ojos dispuesto a dejarse sorprender por la sorpresa.
Pero un sobre de cromos, se nos pasa con la edad. Es previsible, es pequeño, es corto y cuadrado, es papel con tinta y nada más.
Al atardecer nuestros ojos ponen a prueba nuestra capacidad de distinguir. De contemplar algo que cambia cada segundo pero que sigue un hilo continuo de continua belleza.
Al rasgar cada atardecer el cuerpo se nos llena de infinito que hay que mirar, tocar, oler. Al mirar el detalle de cada atardecer que visitamos entendemos que siempre va a haber más. Que podemos salir por la misma puerta de atrás día tras día, porque siempre habrá un nuevo infinito que contemplar.
Y parece una tontería, una simple pradera más bien yerma, al fondo unos pinos, algún roble y el cielo con algunas nubes rojizas. Pero al volver a entrar se mira de otra forma a lo pequeño y a veces pesado de nuestra vida.
Por eso un día le dije a alguno de mis hermanos “yo colecciono atardeceres”.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Infeccioso Gárgolas, cuento (Parte I de II)


El infeccioso Gárgolas trabaja en la cuarta planta de este hospital. Se encarga de aquellos casos que deben estar alejados de la gente para evitar males mayores.
Lleva bigote. Fino y brillante. Ordenado y recortado. Lleva gafas de pasta grises, de cierta moda de los años setenta. Y lleva una bata blanca que fue blanca pero que con el paso del tiempo se ha ido transformando en un pálido ocre. Pero limpia. Limpia como que se llama Agustín Gárgolas y es jefe de la sección de infecciosos de este hospital.
Algo así como treinta años le han visto pasar por los pasillos de esa cuarta planta. Sabe su trabajo. Lo sabe de memoria. Cuando le traen un paciente no sabe el diagnóstico antes de que le digan los síntomas. No adivina, no dice palabras mágicas que todo paciente quiere oír. Que todo colega admira con un poco de rabia. No se pasea por los pasillos con acólitos en pos de él, después de una magistral. Porque ni usa pasillos para pasear ni da clases magistrales.
Pero, os lo digo yo, sabe bien su trabajo. Lo cuida, lo mima, le deja hacer, y el resultado es un trabajo bien hecho.
Agustín Gárgolas no tiene cuentas pendientes. Con nadie. Lo primero es que no tiene cuentas pendientes con el banco. Porque no tiene cuentas en el banco. Así de sencillo. Guarda todos sus ahorros en algún sitio que a nadie debe interesarle y no quiere cuentas, nunca mejor dicho, con esos del banco. Tampoco tiene cuentas con amigos, familiares, conocidos, desconocidos. Sus amigos, pocos, le respetan, le quieren y le ignoran por partes iguales. De lo cual se obtiene una vida social de lo más corrientita. Sus familiares; Emilia, Odin y Elvirita. Por orden de afectos. Emilia, la portuguesa es la chica que va los miércoles y viernes a planchar, poner alguna lavadora y tender o lo que toque. Toca el piano y como Agustín tiene uno de pared en el ancho pasillo de su casa, Emilia la portuguesa les deleita con alguna piececita de vez en cuando, cuando hay poco que hacer y las camisas se han dejado planchar.
Emilia la portuguesa es portuguesa. Nació en Braga en el año 1978 y vive en Madrid de forma inesperada. Conoce al doctor Gárgolas porque llegó a urgencias con una brecha en la cabeza y a punto estuvieron de operarla de la rodilla. Por eso le conoce. Porque nada tiene que ver con la planta cuarta de infecciosos pero Agustín acompañaba en ese momento a un familiar de los de su redil cuando vio a una chica quejarse en el mostrador. Le dolía la cabeza y él hizo lo que pudo. Desde entonces le ayuda en casa y nunca preguntó por qué llegó al hospital con una brecha en la cabeza.
Odin es el perro del doctor. No sé la raza. Creo que él tampoco. Es grande, es un perrazo que suelta pelo y baba en proporciones variables pero siempre abundantes. Emilia la portuguesa y Odin no se llevan demasiado bien. Porque la primera no da abasto a recoger pelos de los lugares más insospechados de la casa y porque Odin tiene un olfato excelente para las buenas y las malas compañías. A las buenas compañías no tiene que trabajárselas para dar un paseo, así que Emilia no le gusta porque no es un reto para él.
Odin desaparece de casa por semanas enteras y entonces Emilia es feliz. Limpia con la sana idea de que el perrito jamás volverá. Consuela al doctor como si el huido fuese su madre y como si se tratara de una huida al otro mundo. Pero Odin siempre vuelve. Por eso creo que al doctor no le hacen ninguna falta los consuelos de la chica. Pero no le va a quitar la ilusión y se deja.
Elvirita es un personaje difícil. No está en plena adolescencia, está en eterna adolescencia. Un poco porque se hace la interesante sin serlo, la pobre, un poco porque siempre va a juntarse con los mayores y un poco porque no deja de soñar y soñar cosas que no quiere, ni por asomo, que salgan de ese estado platónico que son sus sueños sin realidad. Tiene algo así como veintinueve años pero no sé si ella lo sabe del todo. No sé si se da cuenta de ello. Hace muy buenas migas con Emilia. Para ella Brasil y Portugal están como quien dice, a tiro de piedra. Como que son una misma cosa. Y aunque haga siglos que dejó de ser así, trata a la chica como alguien alucinante, exótico y con todo un mundo por descubrir.
Razón no le falta porque Emilia la portuguesa, como cualquiera, es todo un personaje. En ella se puede ahondar hasta el infinito, casi. Pero la cuestión es que el exotismo que Elvirita cree que habita en Emilia es el del calor, los carnavales y las playas del Brasil. No termina de encajar que su clima, sus fiestas y sus costas son tan parecidas a las de Galicia o Huelva que casi ni se nota la diferencia.
A Elvirita no le gusta especialmente el trabajo de su padre; El doctor Gárgolas es su padre. Cree que sale cada tarde del hospital con tuberculosis hasta los codos para dar y regalar en el bar, en la zapatería, en el metro y en casa. Nada más lejos de la realidad, aunque se le conozca por el sobrenombre de infeccioso Gárgolas. Ella, al pie de la letra.
Decíamos que no tenía cuentas pendientes. No las tiene. Tampoco en su trabajo. Delicado e importante. Trata a sus pacientes como si fueran uno más de la familia. Eso pensaría cualquiera al verle recomendando un hábito de vida, al verle colocar una almohada bajo los riñones de algún encamado o abrazar a un padre que se ha enterado de la noticia. Eso no evita que algún destemplado familiar le pida explicaciones por todo. Le saque los colores en medio del pasillo de la planta cuarta o le griten, incluso, de vez en cuando, cuando por error se cuela el pánico de una habitación a otra. Pero él sale airoso de casi todo. Y si el de enfrente, con todo, no se lo permite, él lo arregla perdonando a su prójimo, que no sabe lo que hace. Así que tampoco tiene cuentas pendientes con ellos.
Porque, volviendo al tema de antes, ni por un instante se le ocurre pensar que no le ha dado una buena educación a su Elvira. Ella es así, plana, sin más ideas en la cabeza que media docena. Pero eso estará en los genes o en la predisposición natural pero no en la educación. De eso está convencido, aunque en sus años de universidad estudiara algo de psicología, algo de genética y algo de otras cosas, que le hace tener que reconocer, en lo más profundo de su ser, que un poquito más de caso si que podía haberla hecho en sus años más tiernos.
Tal vez por eso Elvirita sigue siendo así, tierna. Para darle una nueva oportunidad a su padre. Siempre está en casa. Trabaja de vez en cuando, pero si le duele la cabeza… a lo mejor no va. A lo mejor es mejor quedarse en casa. Por eso debe ser que le duran poco los trabajos. Y como infeccioso mantiene y Emilia la portuguesa limpia, todo arreglado.
Dicho esto os extrañará tanto como le extrañó a él, hombre de brillante bigote, que en el mostrador de admisión de este hospital hubiera un sobre para él. Bueno, me refiero a un sobre de las características de ese sobre. Bajó a la cafetería desde su cuarta planta una mañana, a las 10:50 un poco pasadas. Que el ascensor fino, lo que se dice fino, no está últimamente. El caso es que pasó por el mostrador. Varios teléfonos sonaban a la vez. Alguien cogió uno. El resto, dale. Su mano buscaba en el bolsillo cien pesetas y dos monedas de veinticinco. Suficiente para un café con churros en quince minutos y a la cuarta planta de nuevo. Pero alguien le llamó. La chica del mostrador, Montse.
(continuará... ir a la segunda parte)

martes, 20 de septiembre de 2011

Personitas clase A+++


¿Te suena? Es la etiqueta que cada vez llevan más productos, que compramos y que conllevan algún tipo de consumo energético. Hace unos días fui a visitar a mi compañera de trabajo y en su portal me sorprendió ver la etiqueta que calificaba la eficiencia energética de su vivienda. Ya la habrás visto desde hace tiempo en una lavadora, al comprar una bombilla o en el embalaje de la televisión plana.
Y es bastante sencilla de entender; la A+++ y el color verde indican que eso que vamos a comprar ahorra hasta un 55% de energía al usarlo. Mientras que la letra D y el color rojo nos dicen que estamos ante un aparato que no tiene ninguna consideración con los demás y que gasta todo lo que quiere para funcionar. ¡Malvado aparato el de la clase D!
Además, la etiqueta incluye otros parámetros que son interesantes. Te dice, entre otras cosas, cuantos decibelios va a soltar el cacharro en cuanto lo enchufes -si será discreto o gritón- y los kilovatios que se va a tragar la criaturita a lo largo de un año. La verdad es que es una etiqueta la mar de útil.
Así que ahora, dieciséis años después de que se estrenara en algún rincón de esta extraña “Unión” Europea la curiosa pegatinita, la encontramos por doquier para deleitarnos con su gama de colores para decirnos que seamos buenos; que no cojamos de los lineales las cosas que están en rojo porque son caca para nuestro bonito planeta.
Y pensaba, ¡oye! ¿Y si al ministerio de “Trabajo y Sus Consecuencias” o al de “Sanidad y Otras Cosas” se le ocurre que también nosotros tenemos que llevar una tarjeta más; el D.N.E.E. o documento nacional de eficiencia energética. Junto con el D.N.I. o el N.I.E. claro está, y el permiso de conducir y la tarjeta “Idea Family” y la cartilla de donante y la estampa del Perpetuo Socorro.
Porque algo me dice que hay personitas de bajo consumo y personitas como el Simca 1200, que consume más que anda.
Las hay que no reparan en gastos cuando van de acá para allá -que es como dejarse todas las luces encendidas cuando andas por casa-. Las hay que tiran la manzana en cuanto tiene una motita sospechosa o el plátano cuando no esta de un amarillo inmaculado. Hay personitas que se sonrojan ante la idea de tomar el colectivo -tren, metro, autobús- pudiendo hacer el recorrido en Su automóvil, sin sudorosos contactos. Tenemos especímenes que desconocen la utilidad de volver a utilizar cierta ropa la temporada que viene. Hay otras personitas que creen que la piel se cae a trozos si uno no se da una ducha -cuando no un baño- al menos dos veces al día. Y bueno, por supuesto encontramos señoritos que adquieren un flamante todoterreno que al poco tiempo se convierte en un coche con terribles frustraciones porque jamás ha rodado sobre la hierba ni el barro. Aunque la verdad es que estas personitas son, y lo digo en serio, súper ahorradoras. Porque con sus higiénicos hábitos, se ahorran tiempo, molestias y experiencias desagradables.
Pero creo que abundan también las personitas que hacen macedonia con la fruta pachucha o usan su turismo para eso, para hacer turismo. Que zurcen un calcetín porque aunque hoy en día casi no merece la pena, sí les merece la pena no tirar una vez más de la tarjeta y vuelta a empezar, sólo por ahorrar tiempo. Están las que dejan perplejo al operador de la compañía telefónica porque dicen que no necesitan “esa inmejorable oferta”. Quedan personitas que dijeron “¡menuda novedad!” cuando los grandes almacenes empezaron a sugerir que fueras a la compra con tu propia bolsa para no tener que usar una nueva cada vez. Y quedan también de las que se compran una casa -si pueden- no porque sea una inversión sino por la curiosa anécdota de querer vivir en ella y nada más. Claro que estas personitas despilfarran un poquito. Porque con tanto hábito económico, gastan y gastan tanto tiempo, que no hay quien las aguante.
No sé, hay personitas de todas clases así que creo que deberíamos llevar en la billetera o en el bolso una tarjeta súper chula con la gama de colores esa que nos dice si somos como un electrodoméstico de última generación, que gasta lo justo y necesario o si somos como una “loco”-motora de vapor.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Guardad bien el secreto (verano de 2010)

Las doce del mediodía. Asomo mi cabeza por la ventanilla del vagón, maravillado como un niño que monta por primera vez en tren. Hemos salido de Budapest hace más de una hora y aún falta más de otra hora larga para llegar al lago Balaton. Eso es lo que vamos a tardar en recorrer una distancia de ciento treinta kilómetros. Viajando en tren por aquí uno viaja en el tiempo, por las distancias, por el medio de transporte y porque además todo es tan comunista... Placas del fabricante del tren, gigantes estrellas doradas en cada estación, instrucciones en ruso... recuerdan que hace veintiún años los húngaros vivían bajo la alargada sombra de la U.R.S.S. A cada paso la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Los cambios de agujas los hace un hombre con mono azul, trabajador de la compañía ferroviaria por un montón de Florines.
¿Qué ha pasado aquí?
No lo se. Estaré aquí apenas diez días y no se si sabré en ese tiempo entender qué ha pasado aquí. Y tengo miedo de acercarme a las páginas de historia, de papel o digitales, porque estoy un poco afectado por esa idea de creer que todo lo impreso es palabra de Dios.
Pero mientras voy en este tren hacia Balatonfüred estoy haciendo otro viaje en el tiempo (bueno, los viajes son siempre en el tiempo) junto a mi mujer y junto a un hombre que pensó en lo que leo mientras la locomotora diésel tira como puede del vagón de tercera en el que vamos. Ortega y Gasset -el hombre al que leo- pensó en lo que solía decir en privado Hermann Weyl. Algo así como que si diez o doce físicos de su momento murieran de manera súbita, se perdería una parte importante, si no toda, del avance en física de ese momento. Y decía -decía el español, no el alemán- que no nos damos cuenta de la gratitud que debemos a muchos hombres del pasado (vamos construyendo la historia) porque nacemos dando por hecho que todo lo que existe y nos rodea casi forma parte de la naturaleza. Parece que existe desde siempre y como por generación espontánea.
Y levantaba la vista mirando al compartimento enmoquetado del tren. Mirando la figura de mi mujer, sobre ese asiento desgastado que parece un anacronismo bajo ella. Mirando a través de la ventanilla al exterior. ¿Qué ha pasado aquí? Parece que esos diez o doce hombres clave -físicos, ingenieros o matemáticos- han desaparecido de manera súbita, como podía temer Weyl (sobre todo si se consideraba uno de ellos). Parece que alguien les dijo a esos hombres “guardad bien el secreto”.
A cada paso, aquí o en Nueva York, la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Y si queremos que no crezca la hierba donde creemos que no debe crecer... debemos vigilarla. Cada día, en una buena parte del mundo, luchamos para que las aceras perfectas de las calles y la electricidad perfecta de las lámparas parezcan algo que forma parte de nuestra naturaleza; parezcan Naturaleza. Y cada día en esa parte del mundo tenemos que estar más pendientes para no perder esos secretos que hacen tan sofisticado nuestro mundo y que cada vez son más y más numeritos y fórmulas más y más complicados y más y más vitales para nuestro mundo. Y cada vez más, para que ni una brizna de hierba crezca donde no tiene que crecer.
Y más y más nos olvidamos de esa tremenda gratitud que debemos a los hombres del pasado. No porque haga falta un homenaje, una calle o una estatua a esas personas. Tal vez, porque hace falta recordar. Que según hemos construido nuestra historia, hemos construido nuestro mundo para parecer más invencibles.
Pasados esos diez días he vuelto a mi ciudad, y montado en el suburbano veo las caras de la gente pasando hechas garabatos del día. Caras a las que no les importa nada que no exceda de los límites de su piel si no es vía USB. Y me he asustado un poco viendo como unas manos manejaban sobre la pantalla de una agenda o similar fotos, menús e iconos. Parecíame que volvía a escuchar la voz del pasado que le había dicho a aquellos sabios “guardad bien el secreto” y aqui somos peces entre un mar de Cosas que no sabemos de dónde vienen ni por qué han venido.

viernes, 3 de junio de 2011

Visite nuestro bar

¿Han estado alguna vez al otro lado de la barra de un bar?
¿Han trabajado como camareros (digo con nómina)? (hay algunos cocineros con mala uva que les llaman transportistas) ¿han estado metidos hasta las cejas en la fiesta de su facultad? ¿han colaborado en el descanso del Cine Forum de su parroquia? ¿han estado situando la manguera de cerveza frente a las bocas sedientas de las fiestas de su pueblo? ¿han tenido que hacerse invisibles en una importante comida de estado? ¿han recorrido kilómetros dentro del chiringuito de la playa de ese verano memorable? ¿han servido unas bravas con una mano mientras con la otra sujetan el cigarrillo (mejor si es Ducados) que necesita desesperadamente unos golpecitos en el cenicero? ¿Han atendido a la llamada de unas palmas?
Entonces... sí, han estado alguna vez al otro lado de la barra. Y si es así sabrán que la linea imaginaria que divide los dos estados -el de cliente y el de servidor de ustedes- es como el espejo de Alicia; al otro lado hay un mundo maravilloso.
Para el cliente, ese que disfruta apoyándose sobre la piedra, la madera o el acero del mostrador, mientras refresca el gaznate, caza aceitunas con un mondadientes o se mantiene firme ante la venerada presencia de su Larios con tónica, para ese, hay tras la barra sirvientes o servidores de muy distintos colores.
Pero se han preguntado alguna vez ¿cómo ve un camarero a los clientes? ¿Cómo distingue entre el servilletero y el rodal de una cerveza a la que le llegó tarde el posa vasos, qué manos sujetan el vaso que da la alegría a su dueño? ¿Sabe el parroquiano de la tertulia del dominó de los domingos que al otro lado del burladero al que se acerca a por su café con gotas (de Magno) existe un ser que le vigila?
Si, dentro de cada barra hay un ser -al menos uno- que permanece al acecho. Ustedes pueden verle siempre dispuesto, servicial, amable y sonriente. Es una persona que escucha, que sabe lo que ustedes quieren, que entiende a quien tiene enfrente.
Y por supuesto que todas estas cualidades están presentes, más o menos, en la mayoría de los seres que pueblan el territorio del otro lado de la barra.
Pero además de todo esto está presente una disciplinada voluntad de clasificar a todo bicho viviente que se acerca al mostrador siquiera a por un humilde vaso de agua.
Sí, el ser de detrás de la barra, bajo su chaleco, tras su pajarita, detrás de la penúltima botella, oculta en un ladito de la cafetera, disimulada entre las copas, tiene, en algún recóndito lugar, del bar o de su mente, una lista de perfiles de clientes. Una catálogo de especímenes, un vademécum de comportamientos de parroquianos, un álbum de las imágenes más recordadas de esas horas de trabajo, una biblioteca de historias de personas.
Ahora vuelvo a hacerles la misma pregunta que al principio; ¿Han estado alguna vez al otro lado de la barra de un bar?
Si no han estado “al otro lado” el tiempo suficiente y con la mirada adecuada, entonces es inútil que hurguen entre sus pertenencias, que hagan uso de un bastoncillo para los oídos o que tomen pastillas para la memoria. Sepan que NO darán nunca con ese material que custodian los camareros.
Mas por azares de la vida, eme aquí que yo, ávido aventurero, he conseguido recopilar un sinfin de tipos de gente de de esos que habitan “a este lado de la barra”. No, no de los que tiran cerveza sino de los que se la beben. No de los que fríen la panceta sino de los que llenan su panza; tipos de clientes.
Y haciendo uso de mis facultades y de mi blog, aquí pienso compartir ese material con ustedes.
Próximamente conocerán el número uno de la clasificación. Es una especie muy común en la península Ibérica. El nombre vulgar con el que se conoce es: “¿Por qué dices tengo prisa cuando quieres decir tengo hambre?
Nos vemos en los bares.

viernes, 20 de mayo de 2011

Hoy estoy triste

Hace unos meses viví una experiencia que me entristeció profundamente. En esta experiencia, en la que había jugoso parné de por medio y al mismo tiempo sucesos que podían interpretarse de maneras completamente opuestas, una cosa sí quedaba clara; La falta de confianza. Me entristeció amargamente ver, escuchar, sentir, que El Otro no confiaba en mi y que ante una negociación se presuponía la mentira, el escondite, el lado oscuro. Y yo no podía hacer otra cosa que decir para mi -pues esas palabras era imposible que salieran en una discusión en la que El Otro hacía tiempo que cerró sus oídos- “aquí estoy, soy yo y no vas a encontrar nada más de lo que ves porque nada oculto” “y como esto no lo crees, más no te puedo dar.”
Y descubrí -a fuerza de aguantar el rimbombante discurso de El Otro- que en efecto él vivía en un medio en el que su modo de vivir o de sobrevivir era contar con la mentira aquí y allá. Utilizarla como herramienta e intentar utilizarla incluso como antídoto de la presunta mentira de los demás. O, peor todavía, de un súbito ataque externo de Verdad.
Aun no puedo dejar de considerar a El Otro como una persona indeseable. Sé que esto va contra mis propios principios, pero hoy por hoy el sentimiento es más fuerte que la razón.
Porque creo que a confiar hay que aprender confiando. Y confiar cuando alguien te ha demostrado su confianza, deja de ser un acto de fe en el de enfrente, que es precisamente lo que significa confiar -fiducia, fides, fe-.
Si, aunque esté de por medio el dinero. 
Hoy de nuevo estoy triste. Creo que por razones parecidas. Porque no confío en Los Otros. El problema añadido ahora es que si siempre que alguien defrauda mi confianza saco del bolsillo para recordarla la idea de que cada ser humano es distinto y merecedor de una oportunidad a cada paso, en esta ocasión ha sido un grupo demasiado grande, poco concreto y voluble como es la ciudadanía de Madrid. No me funciona la idea de que cada persona merece una oportunidad porque en esta ocasión Los Otros son casi todos.
Si no adiestramos a nuestro corazón para que confíe en lo pequeño. En una persona querida en la que el acto de fe casi sale solo, no podemos ir ensanchando, poco a poco, nuestra capacidad de confiar. Y si adiestramos a nuestro corazón para que permanezca alerta ante cualquier interacción con el exterior por si supone un ataque, no seremos capaces de regenerar nuestra capacidad de confiar.
Por eso, porque no confiamos en los que comparten nuestro pan y nuestro día, no podemos confiar en quienes comparten nuestro suelo y nuestras calles.
Por eso esa iniciativa que está consistiendo en salir a la calle a decir que ya está bien de ponernos las cosas difíciles. Decírselo a los que nos gobiernan y a los que tienen la intención de hacerlo ya no es algo auténtico, si es que lo era.
Dice la gente -esa que piensa que nadie mas en el universo es tan experto como ellos y suele tener la clave de todo- que esto es un montaje de unos o que si esto es espontaneo pero se están aprovechando los otros o que si en realidad son aquellos los que querían que bla, bla, bla, bla.
Y yo no me atrevo a creer ni descreer ninguna de las hipótesis porque no he estudiado Ciencias Políticas, ni Administración y dirección de Empresas, ni Sociología, ni Derecho, ni nada de eso, como al parecer deben haber cursado todos cuantos hablan.
Pero lo que si creo firmemente después de estos pocos días, es que las personas que hablan en la televisión, en la radio, en el periódico, en la pantalla del ordenador, en la pantallita del dichoso teléfono -táctil por supuesto, que mal rayo le parta- o mucho me equivoco y espero que así sea o en su mayoría no confían en el Ser Humano. Han olvidado qué bueno es confiar, compadecerse del que está a tu lado, creer en Los Otros.
Y no creo que yo sea ingenuo. Vamos, que casi me atrevería a decir que sé que no lo soy. Pero ante tanto listo suelto, es un peligro andar por ahí.
Por eso hoy estoy triste aunque no me sienta orgulloso de ello.

sábado, 14 de mayo de 2011

Qué pena de muerte

Al principio -recuerdo que estábamos viendo en casa otro programa- al ver en la parte de abajo de la pantalla del televisor que durante la noche emitían un programa especial sobre la muerte de Bin Laden, me pareció extraño. ¿Pero ha muerto? -pensé. No estaba yo muy al día de sus andanzas, la verdad.
A la mañana siguiente, cuando todas las emisoras de radio, todos los canales de televisión y todos los periódicos lo decían, ya no había duda. Desde luego que era una noticia de esas que le hacen a uno levantarse, acercarse al mapa mundi y decir “aqui, aquí ha sido.”
Habría tenido tiempo de hacer mis propias conjeturas y sacar las típicas conclusiones precipitadas de mi propia cosecha. De no ser por las siguientes palabras, dichas por Barack Obama a los ocho segundos de compadecer ante los medios de comunicación para explicar cositas; “Estados unidos ha dirigido una operación para matar a Osama Bin Laden.” Y punto pelota.
fragmento del testamento de Alfred Nobel
Así que no tuve tiempo ni de conjeturas ni de narices en vinagre. Para ahorrarme el trabajo ya estaba el presidente número cuarenta y cuatro de los Estados Unidos de América. Que me decía -que nos decía- que él en persona había dirigido una operación para matar a un hombre con barba y muy malo.
Hasta aquí, nada fuera de lo normal. El presidente de los Estados Unidos de América cree que es Dios y que es su obligación hacer algo para salvar a la humanidad. Bueno pues si el muchacho lo cree así, tal vez tenga razón. Porque según dice en esa misma compadecencia “su desaparición debe ser bienvenida por todos los que creen en la paz y en la dignidad humana.” Y como yo, por ejemplo, creo en la paz y en la dignidad humana, pues a lo mejor es eso, que el muchacho tiene razón. Porque además al parecer tiene con él trabajando a gente muy, muy inteligente. Tanto, que por ejemplo hay ciertos profesionales en su gabinete o entre sus Marines que saben con toda exactitud lo que es la justicia y lo que no, así que la buscan y la buscan incansablemente. ¡Y han dado con ella! porque el presidente les felicita por este resultado que es “el resultado de su búsqueda de la justicia” (minuto 7:37 de su alocución)
Y así pasaron las cosas. Y en las calles todo eran vítores, alegría y alborozo. Los presidentes de los gobiernos se felicitaban los unos a los otros. Gente de aquí y de allá respiraba aliviada. ¡El mundo era más seguro! ¡Qué bien, qué fácil había sido! Solo por hacer “desaparecer” a ese hombre de barbas tan malo. ¡Qué suerte tenemos!
Yo ahora, cuando vea a un Marine en el autobús voy a levantarme y a cederle el asiento -como en las pelis- porque gracias a gente como ellos ¡el mundo es ahora más seguro! ¿no es una suerte?
Y por lo que se ve pasan y pasan los días y sigue sin haber nada fuera de lo normal. Todo nos parece muy bien. Así que ahora si que tengo un ratito para sacar mis propias conclusiones -si ningún presidente de ninguna nación me ahorra el trabajo- y es que así, sin comerlo ni beberlo -que suerte tenemos ¡eh!- hemos aprobado por unanimidad la pena de muerte. 
Así que ya está. Un señor decide que como otro señor ha sido malo debe estar muerto y lo mata y ya está. Y nos quedamos todos mucho más a gusto, dónde va a parar. Yo estoy que no quepo en mí de gozo porque el mundo es mucho más seguro ahora. ¡Solo hay que verlo! Te asomas a la ventana y ¡zas! El mundo mucho más seguro. Casi, casi parece que ya fuera completamente seguro oye. Una balsa de aceite. Una bendición, vamos.
Así que fíjate. Que he sacado otra conclusión. Digo yo que lo más lógico ahora es que al presidente de los Estados Unidos de América le den el premio Nobel de la Paz en segunda convocatoria. ¿No sería una pasada?

miércoles, 4 de mayo de 2011

Nora o el arte de hacer lo correcto

Si. Admito que ha sido un cartel en el suburbano anunciando la representación de la obra lo que me ha acercado a esta "Casa de muñecas" que tenía pendiente. En la edición que tengo, descubro que Ibsen era el último romántico (o casi). Pero no quiero hablar de él sino de ella; Nora, la muñeca de la casa.
Romántica también. También de finales del diecinueve. Y como buena romántica, decide que si las cosas no salen como ella espera; si alguien tiene que responder por ella, lo evitará a toda costa, aun con la vida.
Leedla si no lo habéis hecho ya, la obra del noruego. O id a verla si tenéis ocasión. O mejor: haced las dos cosas. Pero no es mi intención hablar de la causa feminista. Ni de la de la mujer. Para lo que yo quiero hablar, aquí Nora es la protagonista... nada más.
En lo que pensaba leyendo el parlamento de esta mujer que descubre lo que verdaderamente es, era esa capacidad que parece innata y en estos tiempos sobrenatural, para aceptar lo que viene y hacer lo correcto en cada momento.
¿Que de qué estoy hablando?
Hablo de una mujer (una persona) que decide que se quitará la vida si eso resuelve los problemas que le acechan a ella y a los que viven en derredor suyo. ¿No es romántico?
Pero no es el romanticismo del suicidio. Eso me parece una locura. Una cobarde estupidez o... una valiente estupidez, no lo sé.
Ahora, vertiginosamente pasado el tiempo, se nos ocurre, como se me ocurre a mi, que suicidarse es una tontería. Será porque hemos aprendido muchas, muchas cosas y ahora sabemos que eso a lo mejor no está bien. Que no es necesario. Pero hay cosas en Nora que me hacen sentir nostalgia ajena.
Regreso con mi pensamiento a ese arte de hacer lo correcto de que hacían gala generaciones pasadas. Pero hacer lo correcto, de verdad. No me refiero a aparentar. Que de eso sabían mucho quienes vestían con levita o pasaban al salón a tomar el té mientras los caballeros se quedaban a fumar. No es nada de esto, por supuesto.
Vuelvo con mi pensamiento al presente y veo tantos desmanes e injusticias que solo responden a la premisa de sálvese quien pueda, que no puedo por menos que sentir nostalgia de Nora, que aun pudiendo vivir otras vidas -más fáciles, más entretenidas, más normales- decide ser ella de la manera más plena posible.
¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? No, no hablo de eso. Entre nosotros hoy seguro que conocemos a alguna Nora. Pero si entonces estaba de moda -la moda estadística- que uno era consecuente consigo mismo y al contrario de lo que dice Sabina, es verdad que uno es un caballero cuando nadie le ve. Ahora está de moda -la otra moda, la estética- Aprovecharse en todo momento y circunstancia de todo aquello que nos reporte beneficio aun a costa de los demás, de las vidas de los demás y ¡que paradoja! al final de la nuestra misma. No siendo más que masa.

viernes, 15 de abril de 2011

Cómo salir a la superficie

Hola.
Después de escuchar a amigos, familiares, voces interiores y demás familia, he decidido reunir la valentía suficiente para salir a la superficie. A la superficie del mundo que es ésta vida por encima de la vida y que se vive en internet.
Creo que hay que tener cuidado con esta vida -la internauta- por encima de la otra vida -la de carne y hueso- porque se alimenta de unos cuantos satélites que rondan la tierra, energía eléctrica, que ya sabéis se enchufa y desenchufa. Y por último se alimenta de las letras, las ideas, las imágenes que volcamos subimos colgamos en esta vida, la de la red, y que es nuestra conexión con la otra vida, la de carne y hueso.
Esa conexión es lo único que realmente tiene verdadero valor en esta vida de bites y más bites viajando por los cables que tejen la red.
Y esa conexión es a la que me quiero sujetar con mis dos manos sobre el teclado y tal vez por eso, a veces, sea este blog algo parco en píxeles, pero es que no tengo ganas de invertir demasiado tiempo en esos fregados.
¿Por qué he tenido que reunir valentía?
Primero porque soy más clásico que el Ford T y enredar con cosas que no sean un cuaderno y un lápiz, me ha costado siempre. Aunque poco a poco, como un abuelo que se baja un poquito las gafas y aleja de sí un poco el móvil para entenderse con él y darle a apagar, me voy haciendo a las teclas de las cosas.
Pero eso es lo de menos. Después, también, porque creo que el coste de que esta máquina que está aquí, delante de mi, permitiéndome editar mi blog y desafiando todos los sueños de Jules Verne, no es siempre necesario... así que no quiero engancharme a él de por vida.
Por último por el miedo escénico. Es tan largo y dulcemente tedioso el proceso de publicar un libro, que la rápida sucesión de apenas una docena de clics que hay que sufrir para publicar un blog no deja tiempo ni espacio para que el espíritu se encuentre, a su ritmo, con el hecho de que una criatura suya, publicada ya, anda por ahí suelta, haciendo de las suyas en cabecitas ajenas.

Pero ahora ya estoy aquí, en la superficie. Poco a poco sabremos el por qué de este blog.
¡Bien hallados!