En 2020 todavía nos quedarán 5 años para terminar de pagar la deuda de armamento contraída "ayer " por España. ¿Te apuntas?

viernes, 23 de septiembre de 2011

El coleccionista de atardeceres


"Habrá que demoler barreras,
crear nuevas maneras
y alzar otra verdad.
Desempolvar viejas creencias
que hablaban en esencia
sobre la simplicidad.
Darles a nuestros hijos,
el credo y el hechizo
del alba y el rescoldo
en el hogar.
Y si aún nos queda algo de tiempo,
poner la cara al viento
y aventurarnos a soñar”.
                   -Joan Baptista Humet, Hay que vivir

Y si aún nos queda algo de tiempo contemplar.
Al borde del pueblo que frecuento -que no es mi pueblo, pero ya soy casi suyo- hay un lugar especial para contemplar. Desde allí; desde la parte de atrás de la cocina en la que a veces sudo de tanto cocinar, contemplo a ciertas horas como el sol desaparece. Y tras su desaparición, como pinta, como enciende las puntas de las espigas, como violetea la pradera y los pinos. Con nubes, sin nubes. Con tormenta, con tan solo cielo. Con viento, con calma. El atardecer se puede coleccionar como los cromos. Mirar ese atardecer, hacerlo desde el principio hasta el fin o en un goteo de momentos robados a otro quehacer, es como cuando un niño rasga un nuevo sobre de cromos. Abre los ojos dispuesto a dejarse sorprender por la sorpresa.
Pero un sobre de cromos, se nos pasa con la edad. Es previsible, es pequeño, es corto y cuadrado, es papel con tinta y nada más.
Al atardecer nuestros ojos ponen a prueba nuestra capacidad de distinguir. De contemplar algo que cambia cada segundo pero que sigue un hilo continuo de continua belleza.
Al rasgar cada atardecer el cuerpo se nos llena de infinito que hay que mirar, tocar, oler. Al mirar el detalle de cada atardecer que visitamos entendemos que siempre va a haber más. Que podemos salir por la misma puerta de atrás día tras día, porque siempre habrá un nuevo infinito que contemplar.
Y parece una tontería, una simple pradera más bien yerma, al fondo unos pinos, algún roble y el cielo con algunas nubes rojizas. Pero al volver a entrar se mira de otra forma a lo pequeño y a veces pesado de nuestra vida.
Por eso un día le dije a alguno de mis hermanos “yo colecciono atardeceres”.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

El Infeccioso Gárgolas, cuento (Parte I de II)


El infeccioso Gárgolas trabaja en la cuarta planta de este hospital. Se encarga de aquellos casos que deben estar alejados de la gente para evitar males mayores.
Lleva bigote. Fino y brillante. Ordenado y recortado. Lleva gafas de pasta grises, de cierta moda de los años setenta. Y lleva una bata blanca que fue blanca pero que con el paso del tiempo se ha ido transformando en un pálido ocre. Pero limpia. Limpia como que se llama Agustín Gárgolas y es jefe de la sección de infecciosos de este hospital.
Algo así como treinta años le han visto pasar por los pasillos de esa cuarta planta. Sabe su trabajo. Lo sabe de memoria. Cuando le traen un paciente no sabe el diagnóstico antes de que le digan los síntomas. No adivina, no dice palabras mágicas que todo paciente quiere oír. Que todo colega admira con un poco de rabia. No se pasea por los pasillos con acólitos en pos de él, después de una magistral. Porque ni usa pasillos para pasear ni da clases magistrales.
Pero, os lo digo yo, sabe bien su trabajo. Lo cuida, lo mima, le deja hacer, y el resultado es un trabajo bien hecho.
Agustín Gárgolas no tiene cuentas pendientes. Con nadie. Lo primero es que no tiene cuentas pendientes con el banco. Porque no tiene cuentas en el banco. Así de sencillo. Guarda todos sus ahorros en algún sitio que a nadie debe interesarle y no quiere cuentas, nunca mejor dicho, con esos del banco. Tampoco tiene cuentas con amigos, familiares, conocidos, desconocidos. Sus amigos, pocos, le respetan, le quieren y le ignoran por partes iguales. De lo cual se obtiene una vida social de lo más corrientita. Sus familiares; Emilia, Odin y Elvirita. Por orden de afectos. Emilia, la portuguesa es la chica que va los miércoles y viernes a planchar, poner alguna lavadora y tender o lo que toque. Toca el piano y como Agustín tiene uno de pared en el ancho pasillo de su casa, Emilia la portuguesa les deleita con alguna piececita de vez en cuando, cuando hay poco que hacer y las camisas se han dejado planchar.
Emilia la portuguesa es portuguesa. Nació en Braga en el año 1978 y vive en Madrid de forma inesperada. Conoce al doctor Gárgolas porque llegó a urgencias con una brecha en la cabeza y a punto estuvieron de operarla de la rodilla. Por eso le conoce. Porque nada tiene que ver con la planta cuarta de infecciosos pero Agustín acompañaba en ese momento a un familiar de los de su redil cuando vio a una chica quejarse en el mostrador. Le dolía la cabeza y él hizo lo que pudo. Desde entonces le ayuda en casa y nunca preguntó por qué llegó al hospital con una brecha en la cabeza.
Odin es el perro del doctor. No sé la raza. Creo que él tampoco. Es grande, es un perrazo que suelta pelo y baba en proporciones variables pero siempre abundantes. Emilia la portuguesa y Odin no se llevan demasiado bien. Porque la primera no da abasto a recoger pelos de los lugares más insospechados de la casa y porque Odin tiene un olfato excelente para las buenas y las malas compañías. A las buenas compañías no tiene que trabajárselas para dar un paseo, así que Emilia no le gusta porque no es un reto para él.
Odin desaparece de casa por semanas enteras y entonces Emilia es feliz. Limpia con la sana idea de que el perrito jamás volverá. Consuela al doctor como si el huido fuese su madre y como si se tratara de una huida al otro mundo. Pero Odin siempre vuelve. Por eso creo que al doctor no le hacen ninguna falta los consuelos de la chica. Pero no le va a quitar la ilusión y se deja.
Elvirita es un personaje difícil. No está en plena adolescencia, está en eterna adolescencia. Un poco porque se hace la interesante sin serlo, la pobre, un poco porque siempre va a juntarse con los mayores y un poco porque no deja de soñar y soñar cosas que no quiere, ni por asomo, que salgan de ese estado platónico que son sus sueños sin realidad. Tiene algo así como veintinueve años pero no sé si ella lo sabe del todo. No sé si se da cuenta de ello. Hace muy buenas migas con Emilia. Para ella Brasil y Portugal están como quien dice, a tiro de piedra. Como que son una misma cosa. Y aunque haga siglos que dejó de ser así, trata a la chica como alguien alucinante, exótico y con todo un mundo por descubrir.
Razón no le falta porque Emilia la portuguesa, como cualquiera, es todo un personaje. En ella se puede ahondar hasta el infinito, casi. Pero la cuestión es que el exotismo que Elvirita cree que habita en Emilia es el del calor, los carnavales y las playas del Brasil. No termina de encajar que su clima, sus fiestas y sus costas son tan parecidas a las de Galicia o Huelva que casi ni se nota la diferencia.
A Elvirita no le gusta especialmente el trabajo de su padre; El doctor Gárgolas es su padre. Cree que sale cada tarde del hospital con tuberculosis hasta los codos para dar y regalar en el bar, en la zapatería, en el metro y en casa. Nada más lejos de la realidad, aunque se le conozca por el sobrenombre de infeccioso Gárgolas. Ella, al pie de la letra.
Decíamos que no tenía cuentas pendientes. No las tiene. Tampoco en su trabajo. Delicado e importante. Trata a sus pacientes como si fueran uno más de la familia. Eso pensaría cualquiera al verle recomendando un hábito de vida, al verle colocar una almohada bajo los riñones de algún encamado o abrazar a un padre que se ha enterado de la noticia. Eso no evita que algún destemplado familiar le pida explicaciones por todo. Le saque los colores en medio del pasillo de la planta cuarta o le griten, incluso, de vez en cuando, cuando por error se cuela el pánico de una habitación a otra. Pero él sale airoso de casi todo. Y si el de enfrente, con todo, no se lo permite, él lo arregla perdonando a su prójimo, que no sabe lo que hace. Así que tampoco tiene cuentas pendientes con ellos.
Porque, volviendo al tema de antes, ni por un instante se le ocurre pensar que no le ha dado una buena educación a su Elvira. Ella es así, plana, sin más ideas en la cabeza que media docena. Pero eso estará en los genes o en la predisposición natural pero no en la educación. De eso está convencido, aunque en sus años de universidad estudiara algo de psicología, algo de genética y algo de otras cosas, que le hace tener que reconocer, en lo más profundo de su ser, que un poquito más de caso si que podía haberla hecho en sus años más tiernos.
Tal vez por eso Elvirita sigue siendo así, tierna. Para darle una nueva oportunidad a su padre. Siempre está en casa. Trabaja de vez en cuando, pero si le duele la cabeza… a lo mejor no va. A lo mejor es mejor quedarse en casa. Por eso debe ser que le duran poco los trabajos. Y como infeccioso mantiene y Emilia la portuguesa limpia, todo arreglado.
Dicho esto os extrañará tanto como le extrañó a él, hombre de brillante bigote, que en el mostrador de admisión de este hospital hubiera un sobre para él. Bueno, me refiero a un sobre de las características de ese sobre. Bajó a la cafetería desde su cuarta planta una mañana, a las 10:50 un poco pasadas. Que el ascensor fino, lo que se dice fino, no está últimamente. El caso es que pasó por el mostrador. Varios teléfonos sonaban a la vez. Alguien cogió uno. El resto, dale. Su mano buscaba en el bolsillo cien pesetas y dos monedas de veinticinco. Suficiente para un café con churros en quince minutos y a la cuarta planta de nuevo. Pero alguien le llamó. La chica del mostrador, Montse.
(continuará... ir a la segunda parte)

martes, 20 de septiembre de 2011

Personitas clase A+++


¿Te suena? Es la etiqueta que cada vez llevan más productos, que compramos y que conllevan algún tipo de consumo energético. Hace unos días fui a visitar a mi compañera de trabajo y en su portal me sorprendió ver la etiqueta que calificaba la eficiencia energética de su vivienda. Ya la habrás visto desde hace tiempo en una lavadora, al comprar una bombilla o en el embalaje de la televisión plana.
Y es bastante sencilla de entender; la A+++ y el color verde indican que eso que vamos a comprar ahorra hasta un 55% de energía al usarlo. Mientras que la letra D y el color rojo nos dicen que estamos ante un aparato que no tiene ninguna consideración con los demás y que gasta todo lo que quiere para funcionar. ¡Malvado aparato el de la clase D!
Además, la etiqueta incluye otros parámetros que son interesantes. Te dice, entre otras cosas, cuantos decibelios va a soltar el cacharro en cuanto lo enchufes -si será discreto o gritón- y los kilovatios que se va a tragar la criaturita a lo largo de un año. La verdad es que es una etiqueta la mar de útil.
Así que ahora, dieciséis años después de que se estrenara en algún rincón de esta extraña “Unión” Europea la curiosa pegatinita, la encontramos por doquier para deleitarnos con su gama de colores para decirnos que seamos buenos; que no cojamos de los lineales las cosas que están en rojo porque son caca para nuestro bonito planeta.
Y pensaba, ¡oye! ¿Y si al ministerio de “Trabajo y Sus Consecuencias” o al de “Sanidad y Otras Cosas” se le ocurre que también nosotros tenemos que llevar una tarjeta más; el D.N.E.E. o documento nacional de eficiencia energética. Junto con el D.N.I. o el N.I.E. claro está, y el permiso de conducir y la tarjeta “Idea Family” y la cartilla de donante y la estampa del Perpetuo Socorro.
Porque algo me dice que hay personitas de bajo consumo y personitas como el Simca 1200, que consume más que anda.
Las hay que no reparan en gastos cuando van de acá para allá -que es como dejarse todas las luces encendidas cuando andas por casa-. Las hay que tiran la manzana en cuanto tiene una motita sospechosa o el plátano cuando no esta de un amarillo inmaculado. Hay personitas que se sonrojan ante la idea de tomar el colectivo -tren, metro, autobús- pudiendo hacer el recorrido en Su automóvil, sin sudorosos contactos. Tenemos especímenes que desconocen la utilidad de volver a utilizar cierta ropa la temporada que viene. Hay otras personitas que creen que la piel se cae a trozos si uno no se da una ducha -cuando no un baño- al menos dos veces al día. Y bueno, por supuesto encontramos señoritos que adquieren un flamante todoterreno que al poco tiempo se convierte en un coche con terribles frustraciones porque jamás ha rodado sobre la hierba ni el barro. Aunque la verdad es que estas personitas son, y lo digo en serio, súper ahorradoras. Porque con sus higiénicos hábitos, se ahorran tiempo, molestias y experiencias desagradables.
Pero creo que abundan también las personitas que hacen macedonia con la fruta pachucha o usan su turismo para eso, para hacer turismo. Que zurcen un calcetín porque aunque hoy en día casi no merece la pena, sí les merece la pena no tirar una vez más de la tarjeta y vuelta a empezar, sólo por ahorrar tiempo. Están las que dejan perplejo al operador de la compañía telefónica porque dicen que no necesitan “esa inmejorable oferta”. Quedan personitas que dijeron “¡menuda novedad!” cuando los grandes almacenes empezaron a sugerir que fueras a la compra con tu propia bolsa para no tener que usar una nueva cada vez. Y quedan también de las que se compran una casa -si pueden- no porque sea una inversión sino por la curiosa anécdota de querer vivir en ella y nada más. Claro que estas personitas despilfarran un poquito. Porque con tanto hábito económico, gastan y gastan tanto tiempo, que no hay quien las aguante.
No sé, hay personitas de todas clases así que creo que deberíamos llevar en la billetera o en el bolso una tarjeta súper chula con la gama de colores esa que nos dice si somos como un electrodoméstico de última generación, que gasta lo justo y necesario o si somos como una “loco”-motora de vapor.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Guardad bien el secreto (verano de 2010)

Las doce del mediodía. Asomo mi cabeza por la ventanilla del vagón, maravillado como un niño que monta por primera vez en tren. Hemos salido de Budapest hace más de una hora y aún falta más de otra hora larga para llegar al lago Balaton. Eso es lo que vamos a tardar en recorrer una distancia de ciento treinta kilómetros. Viajando en tren por aquí uno viaja en el tiempo, por las distancias, por el medio de transporte y porque además todo es tan comunista... Placas del fabricante del tren, gigantes estrellas doradas en cada estación, instrucciones en ruso... recuerdan que hace veintiún años los húngaros vivían bajo la alargada sombra de la U.R.S.S. A cada paso la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Los cambios de agujas los hace un hombre con mono azul, trabajador de la compañía ferroviaria por un montón de Florines.
¿Qué ha pasado aquí?
No lo se. Estaré aquí apenas diez días y no se si sabré en ese tiempo entender qué ha pasado aquí. Y tengo miedo de acercarme a las páginas de historia, de papel o digitales, porque estoy un poco afectado por esa idea de creer que todo lo impreso es palabra de Dios.
Pero mientras voy en este tren hacia Balatonfüred estoy haciendo otro viaje en el tiempo (bueno, los viajes son siempre en el tiempo) junto a mi mujer y junto a un hombre que pensó en lo que leo mientras la locomotora diésel tira como puede del vagón de tercera en el que vamos. Ortega y Gasset -el hombre al que leo- pensó en lo que solía decir en privado Hermann Weyl. Algo así como que si diez o doce físicos de su momento murieran de manera súbita, se perdería una parte importante, si no toda, del avance en física de ese momento. Y decía -decía el español, no el alemán- que no nos damos cuenta de la gratitud que debemos a muchos hombres del pasado (vamos construyendo la historia) porque nacemos dando por hecho que todo lo que existe y nos rodea casi forma parte de la naturaleza. Parece que existe desde siempre y como por generación espontánea.
Y levantaba la vista mirando al compartimento enmoquetado del tren. Mirando la figura de mi mujer, sobre ese asiento desgastado que parece un anacronismo bajo ella. Mirando a través de la ventanilla al exterior. ¿Qué ha pasado aquí? Parece que esos diez o doce hombres clave -físicos, ingenieros o matemáticos- han desaparecido de manera súbita, como podía temer Weyl (sobre todo si se consideraba uno de ellos). Parece que alguien les dijo a esos hombres “guardad bien el secreto”.
A cada paso, aquí o en Nueva York, la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Y si queremos que no crezca la hierba donde creemos que no debe crecer... debemos vigilarla. Cada día, en una buena parte del mundo, luchamos para que las aceras perfectas de las calles y la electricidad perfecta de las lámparas parezcan algo que forma parte de nuestra naturaleza; parezcan Naturaleza. Y cada día en esa parte del mundo tenemos que estar más pendientes para no perder esos secretos que hacen tan sofisticado nuestro mundo y que cada vez son más y más numeritos y fórmulas más y más complicados y más y más vitales para nuestro mundo. Y cada vez más, para que ni una brizna de hierba crezca donde no tiene que crecer.
Y más y más nos olvidamos de esa tremenda gratitud que debemos a los hombres del pasado. No porque haga falta un homenaje, una calle o una estatua a esas personas. Tal vez, porque hace falta recordar. Que según hemos construido nuestra historia, hemos construido nuestro mundo para parecer más invencibles.
Pasados esos diez días he vuelto a mi ciudad, y montado en el suburbano veo las caras de la gente pasando hechas garabatos del día. Caras a las que no les importa nada que no exceda de los límites de su piel si no es vía USB. Y me he asustado un poco viendo como unas manos manejaban sobre la pantalla de una agenda o similar fotos, menús e iconos. Parecíame que volvía a escuchar la voz del pasado que le había dicho a aquellos sabios “guardad bien el secreto” y aqui somos peces entre un mar de Cosas que no sabemos de dónde vienen ni por qué han venido.