En 2020 todavía nos quedarán 5 años para terminar de pagar la deuda de armamento contraída "ayer " por España. ¿Te apuntas?

viernes, 28 de octubre de 2011

Tres cosas mascadas


TRES  COSAS   DISTINTAS   PERO   (PARA   MI)   CON CIERTA  RELACIÓN llevo mascando ayer y hoy y aquí estoy para compartirlas.

Una es una noticia leída. Es el periódico que es porque es el que llega a mi centro de trabajo. No me importa qué tipo de noticiario sea en esta ocasión. Pero ¡o felicidad! una tubería en África ha sido reparada diligentemente a pesar de los problemas de seguridad que había por la zona. Tal vez nos imaginemos qué transporta esa tubería, en una tierra tan devastada por la sequía.

Hoy, cuando escribo esto, hace sólo 8 días que uno coloquialmente conocido como Gadafi nos ha dejado. O más bien le hemos invitado amablemente a que nos dejara. Y en tan solo ocho días, la tubería dañada por la guerra en Libia ha sido reparada y de nuevo puede apagar su sed la refinería de Az Zawiyah. ¡Menos mal! porque esto no había quien lo soportara. Eso al menos debía pensar o decir algún consejero delegado de Repsol-YPF, en el madrileño paseo de la Castellana o vete tu a saber dónde, mientras le era servido un frío botellín de Solán de Cabras.

Esto me lleva recordar que si cierto proyectil dañó la tubería (o cierta granada o cierto todoterreno desbocado) era porque estaba Libia revuelta entera por que se había perdido por debajo de la mesa-camilla un dictador y estaban tras de él con la escoba. Ya le han dado el escobazo. Y como hay licencia, [¡Qué desagradables las imágenes de las noticias sobre esto! ¿no? ¡Qué poca sensibilidad! ¿verdad?] pues a otra cosa mariposa.

Y me venía todo este asunto a la cabeza al leer un artículo de Larra. Un reo de muerte, se titula. Podéis imaginar de qué está hablando. Y hay una frase que viajaba desde su tiempo [1835] al mio; “No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia.” Porque al llegar la frase a mis ojos, venía a mi memoria este suceso Libio, por lo reciente y, perdonad, por lo sangrante del caso. Pero venían con él las continuas ocasiones que decidimos extirpar de nuestro “cuerpo” todas las imperfecciones porque nos molestan. Nuestro cuerpo que es la sociedad y nuestras molestias que solucionamos con varios ingenios. Está, por ejemplo, la pena de muerte en sus múltiples y curiosas variantes. Está cualquier acto acabado en -cidio. Está también el hacer esto mismo en un quirófano y a un enano que no ha dicho aún esta boca es mía. Y el hilo conductor de esta extirpación de cosas molestas y otras muchas a mi me parece que es la indiferencia.

También pensé en esta palabra, In-di-fe-ren-cia, al visitar, por recomendación de un hermano mío, el blog de una iniciativa, como tantas otras afortunadamente, muy interesante. El iniciador de esta iniciativa había sido conmovido por las cosas que pasan en su mundo y se había dicho ¿aquí me voy a quedar sentado? Y en la fundamentación que escribe en ese blog sobre sus por qué, dice que quien tiene oportunidad de ayudar y no lo hace no tiene perdón.

Así, a primera vista al leer esto dije “oye muchacho, y tu qué sabes de los demás”. Era una forma muy poco “correcta” de hablar. Pero en seguida me dije “este tio tiene razón” no podemos perdonar la In-di-fe-ren-cia.

lunes, 24 de octubre de 2011

Seres picantes (estupidez [que quiere ser] rimante)


Ha se colado en la casa
en nuestra alcoba, un mosquito.
Era el de hoy. Le tocaba.
Hacen guardia en nuestro techo, de uno en uno; al acecho.
Y saben que volveremos. Nos han visto ¡han de saberlo!
A mi no me quieren, claro. Y a mi esposa la persiguen.
Y yo le digo al de turno ¡Vete, vuela hacia el pasillo!
¡Escapa! ¡Mira fuera, mira eso!
¡Sal, vamos, vete de aquí! ¡Hazme caso, se sensato!
Y se lo vuelvo a decir.
Y el lenguaje de esta vez
es la manga del pijama
es el foulard de mi amada
es la suela del zapato.
Es un cojín, es mi brazo.

Hay ventaja en esta caza, que cuando pacen así
por su techo agarrados,
en este estado ya tienen colmadita la barriga [vamos a decir barriga].
Y la panza ya les pesa, no se pueden ni mover.
Y mi lento calcetín consigue darles alcance
pasar por garrote vil a quien ha usurpado sangre
de mi casa desde ayer.
Lo peor es cuando en lucha,
desarmado y desalmado
recurro ya al cuerpo a cuerpo
y venzo a ser tan malvado;
pongo un dedo sobre él
le consigo aniquilar
y ahora tengo su botín mancillando mi pulgar.
Confío en que es de mi esposa
porque si pienso otra cosa,
si me figuro la sangre de cualquier vecino o gato
me dan un poco al momento, los siete males, que duran,
hasta llegar al lavabo.
Hasta que no es mancha la mancha, es corriente en el desagüe.
Y ya solo queda mancha de cadáver sobre el yeso.
Que nuestro techo conserva como recuerdo tunante
las huellas de sus cuerpitos.
Las alas de sus cinturas.
Mientras repite mi amada
¡hay, ahí, querido mio, que me mira ese mosquito!

Hablar debemos de ella, que sufre sobre su piel
las marcas que poco a poco la disfrazan de grosella.
Su sangre a de ser más dulce; lo comprendo, la verdad.
Entiendo que yo no guste a un mosquito de su edad.
Y pues tienen que afilar más la punta de su hocico
y así poder acercarse a mis venas a chupar.

Pero yo ante cada uno, cuando ya voy a matarle,
mirando a los ojos digo;
¡dile a todos tus amigos!
¡hazles saber a los tuyos,
que aquí solo una sangre
habrá que no os cueste vidas
y es mi jugo si queréis, el que habéis de succionar!
Pero acto seguido golpeo y supongo que así el reo
no tiene tiempo ni suelto para un telegrama breve,
que vaya a decirles ¡viva! ¡que me entrego! ¡Que soy suyo!
Que yo no quiero matarles.
Que lo mio no es la guerra.
Pero si zumban junto al oído de mi esposa y a las tantas
no les extrañe que el guante les aplaste todo el ser.
Que me tome la justicia
que no les conceda juez.
Una y otra vez repito que no piquen otra vez
si de nuevo y desoyendo
harán huella en mi mujer.

Con esta idea me acuesto.
Me entrego al sueño, me duermo.
E imagino que uno de ellos entra por la puerta y dice
con su permiso, y que llega
y comenta de buen grado que si de nos habrá buen caldo.
Y que pregunta, que observa
y si no nos ve dispuestos, va se de nuevo, no espera.

Sueño un mosquito educado
sueño un animal volando
que nos deja su tarjeta y se va para otro lado.
¡Y despierto!
¡Y me enderezo!
Y una vez más es a ella
el rostro de mi grosella
¡que me dice que he soñado!

lunes, 10 de octubre de 2011

Un hombre educado (Visite nuestro bar II)


Aprovecho la calma que se respira en la trinchera. Aún está humeante la tierra a mi alrededor después de la batalla. Hemos sido atacados casi por sorpresa pero afortunadamente había munición suficiente para contenerlos. Los lanzaempanadillas en sus puestos han aturdido a la clientela mientras los tiradores de cerveza disparaban a discreción contra el enemigo que se acercaba por la puerta de entrada. Han intentado abordar nuestras posiciones por un ladito de la barra pero gracias a la labor de la infantería que abofeteaba con la bandeja, se ha conseguido repeler el ataque.
Todavía resoplo después del último café cortado, chupito de aguardiente y la cuenta. Con esta última munición hemos conseguido despejar el campo y hacernos de nuevo fuertes tras la barra. Ha habido varias bajas -platillos de café, sobre todo y alguna copa de cognac de las que se rompen con mirarlas- pero el sacrificio ha valido la pena.
Recuerdo el momento más duro de la batalla. Ha sido hacia las 14:30. manteníamos nuestras posiciones atendiendo al enemigo en la barra. Los vermuts volaban. Los sifones se vaciaban uno detrás de otro y los botellines vacíos de Cola se amontonaban tras la linea de fuego. Entonces uno de los zapadores enemigos me pregunta si vamos a tardar mucho en darle su mesa. Le he reconocido. No hacía ni dos minutos que había llegado a la barra y mi compañero había salido enseguida a prepararle la mesa número cuatro -era la tercera vez que la doblábamos hoy-. Le digo que enseguida está; que no tardará ni dos minutos -otros dos- en estar lista.
Y entonces, cuando creía tener neutralizado ya al enemigo; cuando pensaba que el platito de aceitunas de Campo Real que le había colocado junto a su copa de tinto sería suficiente para contenerle -a el y a toda su compañía- va y suelta la frase que no quería oír; El enemigo sabe por dónde atacar. Entre aceituna y aceituna -tenía por lo menos tres en cada carrillo- me dice “Es-que-tenemos-prisa-¿sabe?”
Entonces suelto mi arma, me voy a un ladito de la barra y apunto en la libreta: ¿Por qué dices "tengo prisa" cuando quieres decir "tengo hambre"? Después vuelvo a mi puesto junto al zapador, hundo las pinzas en el bol de los torreznos y, sonriente coloco una cestita con dicha munición junto a las rollizas manos del zapador hambriento que simula tener prisa.
Ahora que la calma tras la batalla es nuestra de nuevo, pienso en el zapador y toda su compañía. Y me pregunto de nuevo por qué somos tan educaditos. Es de mal gusto, pienso yo, que un caballero que pesa más que lo que debieron pesar las tres vacas que le dieron por toda dote el año que se desposó con su señora, diga que tiene hambre. Claro. Pero entonces ¿por qué tiene hambre? ¿Quizá el travieso zapador ha acostumbrado a su estómago a ejercicio digestivo cada muy poquito tiempo? ¿Tal vez no sabe hacer otra cosa que comer? ¿Sabe nuestro querido y siempre-portador-de-la-razón, cliente, que si no come tal vez no va morir en ese mismo momento?
Digo yo que sí lo sabe. Por eso le da cierta vergüenza acercarse a la barra y decir “Oiga amable camarero: es que me ruge el estómago una barbaridad. Sé que no debería hacerlo pero es así de indisciplinado; Ruge hasta en los lugares públicos. Si tiene la amabilidad de sentarnos ya a la mesa y comenzar a sacar viandas, quedaré en deuda con usted”.
O tal vez no se ha parado a pensar en todas estas consideraciones, ni falta que le hace. Porque si nuestro bienamado zapador pesa lo que esas tres vacas, ya habrá hecho la cuenta él mismo que a cambio hay por ahí una personita que no abulta de perfil más que sus rollizos dedos que recuerdo había junto a los torreznos y las aceitunas de Campo Real. Y esa personita seguro que sí tiene hambre. De la que no se soluciona con unas aceitunitas.

domingo, 9 de octubre de 2011

El Infeccioso Gárgolas, cuento (parte II de II)


Montse debe ser la única de todo el personal del hospital que llama al infeccioso Gárgolas por su nombre. Montse es maja. Tendrá sus veintipocos. No la miran bien en admisión por que sus compañeras tienen entorno a los cincuenta y pocos. Lo cual deja poco margen al “pocos”, pero bueno. El caso es que Montse no tiene nada que envidiar a sus compañeras. Quizá por eso y por lo que sus compañeras sí envidian de ella, es por lo que Montse se encuentra incómoda en admisión. Agustín hace lo posible para que pase a la cuarta planta. Pero de manera ordenada, legal. Honesta. Que no haya que tener cuentas pendientes con nadie. Así que Montse le llama Agustín. Como esa mañana, a las 10:52, ya. Y su brazo se extendió, conteniendo su mano un sobre americano. Limpio, cerrado, comprado seguramente en cualquier papelería. Con letras muy pequeñas en la solapa, escritas a bolígrafo leyó “Dr. Agustín Gárgolas”. Y eso es todo.
Una persona como el infeccioso Gárgolas recoge el sobre, sonríe a Montse, sigue su camino y le pide a Jesús un café con leche y tres churros. Y dos sobres de azúcar, por favor. Así que Montse atendió ese teléfono que aun seguía sonando, Jesús cargó el porta con café y calentó la leche e infeccioso Gárgolas se acomodó en uno de los taburetes de la barra.
¿Por qué una persona como él, sin cuentas pendientes con nadie, recibe un sobre como aquel? Anónimo, extraño. Pero una persona como él, repasa con detenimiento los últimos acontecimientos de su vida y después rasga los dos sobres de azúcar al mismo tiempo y los vacía en el café.
Sus amigos, como hemos dicho al principio, se cuentan con los dedos de una mano incluso si tuvieron que amputarte dos por algún accidente laboral de los muchos que se ven en trauma.
Pelayo tiene treinta y nueve años y sólo hace unos pocos años que conoció al infeccioso Gárgolas. Es uno de sus tres amigos. El pelo de Pelayo es cuidado pero no muy corto. Tiene patillas anchas y camisas de manga larga arremangadas hasta la mitad del brazo. Calza náuticos y usa pantalones de pinzas. Se conocieron en la cafetería de este hospital. Pelayo respeta tremendamente al infeccioso Gárgolas desde la conversación del primer día. Todo porque pidieron una de churros casi al mismo tiempo y Jesús les dijo que solo quedaba una ración. Que o la compartían o alguien se quedaba sin ellos. Así que churro y medio para cada uno. Y Pelayo es odontólogo pero está ahí porque su madre se está muriendo y al final la Seguridad Social es lo mejor y ha decidido que para qué está el dinero.
Así que ¿Qué sentido tiene que Pelayo le dejara ese sobre?
Sin embargo su tocayo Agustín. Agustín Contreras, es como más de andar por casa. Hace por lo menos quince años que no se ven. Agustín es comercial de una industria farmacéutica y se hicieron amigos el día que el infeccioso Gárgolas le echo de su despacho. Este es el amigo que le ignora. No le llama, no le felicita la navidad, no le pregunta. Pero cada cierto tiempo aparece alguien por el hospital que pregunta por el doctor Agustín Gárgolas y que dice que va de parte del señor Contreras y que es muy amigo del doctor y que le manda saludos. Agustín nunca lo entiende muy bien. Pero ¿por qué iba a enviarle él ese sobre?
Sacristán. Seguro que ha sido Antonio Sacristán. El muy cabrón. Infeccioso Gárgolas va por su tercer y último churro. Va a terminar y aun no ha abierto el sobre. Prefiere hacer primero todas estas conjeturas y luego, con su abrecartas de hueso, en la tranquilidad de su despacho, ya lo abrirá.
Antonio Sacristán fue compañero de clase del infeccioso Gárgolas desde bachillerato. Y como los dos fueron a curso por año hasta quinto de carrera y ambos habían hecho medicina, Antonio había sido su compañero de clase hasta los veinticuatro años. Era un hombre alto. Metro ochenta. Nunca jamás nadie podría haber dicho que le hubiera visto con barba de más de un día. Ni en las guardias de los primeros años. Vestía camisa de manga corta siempre y lo que cambiaba era llevar su cazadora o no, según la estación. Era muy austero. De manera inversamente proporcional a su esposa.
Antonio Sacristán decidió ahorrar. Estaba un poco harto de que tanta austeridad no sirviera para nada. El infeccioso Gárgolas le comprendía, le apoyaba y le ayudaba siempre que podía. Así que preparó una dosis que acabó con la esposa de Antonio en cuestión de un mes y sin que faltara de la farmacia de este hospital ni un mililitro de fármaco. Que no quería tener cuentas con nadie.
A lo mejor sí iba a ser Antonio el del sobre.
Las veinte pesetas que le quedaban en el bolsillo de la bata sonaban, cada una de las cuatro monedas, con cada paso por el pasillo de la cuarta planta. El infeccioso Gárgolas llegó a la puerta de su despacho. Sacó la llave, abrió y entró dentro.
El despacho del infeccioso Gárgolas le habría gustado a Antonio Sacristán. Hay una mesa, amplia eso sí, una librería sin un solo libro, un par de archivos junto a la puerta y un barco dentro de una botella sobre los archivos.
Nada más. El título de doctor lo tiene, en una fotocopia, en una de las carpetas de uno de los archivos. Y unas gafas de repuesto en el segundo cajón de su mesa, eso sí. Y la mesa llena de papeles. Con su orden, pero llena.
Así que se sentó en la silla, dejó el sobre en la mesa y abrió el primer cajón. Allí una lupa, una grapadora, un par de lápices y el abre cartas de hueso iban y venían cada vez que se abría o cerraba.
Abrió el sobre. Contenía varias hojas. Cinco, contó. Una era manuscrita. Las otras cuatro eran una fotocopia. La hoja manuscrita, la reconoció enseguida, era tal y como había supuesto, de su colega y amigo Antonio Sacristán. Las otras cuatro eran la copia del auto de la sala número 6 de lo penal de la audiencia provincial, en el que constaba que el infeccioso Gárgolas y Antonio Sacristán estaban imputados como presuntos autor y cómplice del homicidio de doña Luisa Germán Santos. Esposa de Antonio. El auto se había servido, además de las pruebas, de la declaración del señor Sacristán.

Querido Agustín –decía la carta- te envío esto, que ya te lo mandarán también a ti desde el juzgado, para que no te pille por sorpresa. Ya sabes que nunca he sido muy partidario de las mentiras y de andar ocultando cosas. Por eso les he contado lo que hicimos según me lo han preguntado. ¿Qué yo te lo pedí y que me creo el único responsable? Pues ya sabes que si. De eso no tengas duda. Que para mi tu no tienes ninguna cuenta conmigo. Si acaso yo la tengo contigo. Pero sabes que a estos del juzgado eso no les importa nada. Si tu y yo hemos llegado a un acuerdo entre caballeros, a ellos les da igual.
¿Ya has hecho cálculos de cuantos años vas a ir a la cárcel? Yo estoy encantado, oye. Que a mi la casa se me caía encima de tanto no salir más que al trabajo y vuelta a casa. Pero bueno tú estás acompañado en tu casa. Tu estarás más a gusto ¿verdad que sí? Hombre, lo que si he pensado es decirle al juez si por lo menos pueden enviarnos a la misma prisión. Que parece que así estamos más entretenidos.
Pues nada más. Dile a Elvirita que se cuide. Me gustaría verla antes de irnos. Pero si no, pues se lo dices de mi parte.
Oye que aquí estoy para lo que quieras. Como siempre.
Antonio María Sacristán Sacristán.

FIN