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jueves, 19 de julio de 2012

Por una fresquilla madura


La cosa comenzó sin importancia. Una fruta demasiado madura. Un señor demasiado maduro. Igual: gases por doquier.
Pero nada, menuda mañanita llevo, tengo que estar aguantándome y otros pensamientos íntimos que Javier, el señor maduro, solo compartía consigo mismo. El caso es que esperanzado, ahuecaba los cachetes en cualquier descuidado y aquí paz y después gloria. Esto se pasa, quizá un arrocito. Y listo.
Sí, si. Listo estaba el señor Ataulfo, de nombre Javier. El señor maduro. Listo estaba si pensaba que eso en una mañanita se esfumaba.

Paso una tarde, paso una mañana; día segundo. Las flatulencias de inspector de hacienda, el señor Ataulfo de nombre de pila Javier, eran más y más elocuentes y dicharacheras a medida que nuestro querido señor maduro iba viéndose en situaciones más y más cercanas al resto de los presentes.
Por ejemplo en el ascensor del ministerio. Que en esa situación parece que te imaginas a tu compañero con corbata hasta en la playa y resulta que vas y ahuecas el cachete. Don Javier Ataulfo lo hizo y el espesor de su nausea, alcanzó cada rincón, cada botón cada techo, suelo y narices, gargantas que portaba el ascensor.
Resultado: deportado. Porque si lo haces con sigilo, todavía puedes salir airoso, si es que aire aún queda, del dramático ascensor. Pero flatulaba sonoro el caballero y en tan íntimo habitar nadie se puede escapar.
Pero bastó un dedo ágil que pulsó el botón más próximo. La puerta se abrió. Se abrió un tácito pasillo con Ataulfo al fondo y un paso, otro paso, tres cuatro sus pies se encontraban en espacioso rellano. Así terminó el asunto.

 Pasó una tarde, pasó una mañana; día tercero. Y vio Javier, hombre respetable, como en su casa querían hoy comer en la cocina y no en el salón y dijéronle a Javier. Anda cariño mira, empieza el telediario. Tu te quedas, que te gusta. Los niños y yo nos vamos a comer junto al fogón.
 ¿Que por qué? Ya lo sabréis. Porque el padre de familia, no posaba en el sillón todo el culo de una vez. Alternaba los cachetes, para hacer ventilación. Que en casa uno lo consiente. Pero cuando el aire falta, cuando el mareo se siente. Cuando hay gas, asfixia, llanto. Entonces hay que hacer algo. Hay que aislarle en su salón. Y el niño que sale y cierra. Come, se va a la plaza, ha quedado, y les dice a sus amigos: Con mi casa no contéis. Mi padre se tira pedos y los unta en el parquet. La consola que tenía, huele al pedo de anteayer. Los tebeos de mi tía, son la muestra de una traca y las bicis se pincharon con la Cosa de hoy mismito.
Y ahí dejamos a un crío que tenía admiración. Por su padre, por sus cosas. Ahora siente desazón. El sentimiento se ahoga entre tanto pim pam pom.

Pasó una tarde, pasó una mañana; día cuarto. Don Javier ya ha perdido su familia y su ascensor. Le quedan aún amigos. Cerveceros y dormidos, que le siguen su canción. Así que en el bar los haya. Estrecha sus manos. Pide botellines. Saca la baraja y comienza la fiesta. Están los cuatro en la mesa, hay partida. Y de los cuatro sentados uno se inclina, disimula. Pero se inclina, no creas. Y de su inclinación resulta un sonido acompañado de un gazpacho sublimado. Le increpan abiertamente. Le dicen que no hay derecho. El, que sufre de lo suyo, pide clemencia y auxilio. Pero casi sin notarlo escora hacia el otro lado suelta un bull dog gasificado y dice “yo ya he tirado”. Encima con guasa nos viene, dice el que sufre a su lado. Que se refiere a las cartas, pero creen que es demasiado.
El otro vuelca la mesa. Hay disputa y gran despeine. Acaban los platos rotos y los amigos desamigados.
Ataulfo, propulsado, sale del local mas bien cabizbajo. Quién le queda. Quién le quiere. Quién sin nariz suficiente, podrá estarse a su lado.

Paso una noche, pasó una mañana; el día quinto. Ya no hay sentido. ¿Qué hacer? Se pregunta don Javier. Resta gente con los dedos y se queda sin las manos. Nadie le queda en el mundo que comprenda su pesar. Que le pesan, no hay duda. El los tiene que soltar. Los odiaría sin miedo si el síndrome de Estocolmo no le viniera a visitar. Que en su soledad. Sólo él con su efervescencia, ama cada día más. Ama aún sin saberlo esa cosa que se cuela entre sus narices grandes. Ese unte, ese aroma. Ese recogimiento íntimo que uno puede disfrutar. Que nunca nadie lo admite, pero gusta de verdad.
Quiere decirlo en la red. Publica una página a la que llama el “Aroma de J. Ataulfo”. Cree que si hay tierra de por medio, que si el sitio es internet, nadie querrá desearle apartarse cuando ahueque.

Pasó una noche, pasó una mañana; día sexto. Y se levanta Javier de dormir en el somier de la pensión Doña Esther. Se lava un poco, se peina. Ya no es inspector de hacienda. Enciende el computador y ve en su contador mil visitas de una vez. Las lágrimas corren, tropiezan con su sonrisa. Está emocionado, tiembla. ¡Le quieren en internet! Le preguntan, le saludan. Le animan y le escriben. Piensa en montar una empresa de pedos bajo pedido. Tiene gracia hasta la idea. Pedos bajo pedido. Le suenan bien las palabras. Las cuelga en su nueva web.
Revientan el servidor las peticiones a Javier. Tiene que soltar sus gases y le pagan para oler. Tiene quincemil pedidos y los tiene que atender.

Pasó una tarde, pasó una mañana; el día séptimo.
Y quedaron concluidos para este día todos los pedidos. Javier, rendido y contento, vuelve a la misma pensión que ayer. Deja el portafolios. Duerme. Y sueña con el parné. Cuando despierta lo cuenta; Ha ganado lo de un mes.
Se imagina su futuro, tendrá pronto un aprendiz. Hay que satisfacer a todos y le falta tiempo y gas.
Pero le entra hambre y sale a una tienda a comer. Pide unas lonchas y pan. Un refresco y al hotel. Sentado en su cama traga el flatulante Javier.
Está contento. Sonríe. Entre sonrisa y sonrisa sale como una coz, un ruido. Es de Javier “el aireado”. Que aprovechando sus dones quiere diversificar el negocio del oler.