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domingo, 27 de enero de 2013

Una tarde Charada

Hará unas semanas, una tarde de invierno, llegaba a casa después del trabajo. De vez en cuando me gusta salir a la terraza a pasar revista a las plantas. Ver cómo les va. El jazmín sigue para arriba, el rosal parece un poco pocho, el romero ahí está; Una pequeña dosis de contacto con la tierra. La que no está asfaltada. 
Y así hice aquella tarde, hace unas semanas. Salí al balcón a ver como se convertían en marrones las hojas verdes. Dejé las llaves, el teléfono y lo que llevara en los bolsillos al entrar en casa. Fui directamente al balcón -en mangas de camisa, subrayo- , abrí la puerta, la atravesé y la volví a cerrar. 

Estas cuatro últimas palabras son las que dan pie a esta historia. La volví a cerrar. Así que allí estaba, esa tarde de invierno, que ahora era un poco más fría que hacía un segundo, encerrado en el balcón de mi casa. Sin poder volver adentro. Sin el abrigo, sin teléfono. Sin demasiado tiempo antes de que se hiciera de noche. Al fresco. 
¿Opciones? Muchas. Pero todas un poco locas. Podía saltar a la calle -mi piso es un segundo- Pero esa es una opción que contemplo ahora, en la comodidad de la escritura. En ese momento ni harto de vino. Podía gritar, como un demente, para pedir auxilio. Pero -cosas de la vida- la vergüenza podía más conmigo que las ganas de volver a entrar a mi salón. Además -pensaba- qué le digo a quien me haga caso; “verá, es que he decidido encerrarme en el balcón pero quiero volver a entrar. Suba usted y reviente la puerta de mi casa, porque yo no le puedo dar las llaves y mi señora y el niño están a unas cuantas paradas de metro de distancia”. 
Podía, por último, ver cómo salir de allí sin rasguños ni la ayuda de terceros. Y ahí estaba la solución; saltaría a la ventana de al lado, deslizándome por la cornisa y sujetándome a la tubería que baja por la fachada; como en las películas. 

Así que tanteé el terreno, me armé de valor. El valor que me daba el frío que estaba pasando y el miedo a llegar tarde a la cita que tenía más tarde. Examiné el borde del balcón, examiné la ventana de la habitación de al lado, abierta afortunadamente. Examiné la resistencia de la tubería del desagüe para aguantar mi peso. Examiné la distancia, la altura que, aun siendo sólo dos pisos, me daba vértigo pensando en caerme y partirme la crisma por hacerme el Cary Grant autosuficiente. 
Examiné, por último una bicicleta y un tendedero que me ofrecían múltiples posibilidades para tender un asidero en el vacío y, ya no se ni cómo, en menos de dos minutos después de prepararlo todo, mi trasero estaba firmemente sentado en el alfeizar de la ventana de al lado; ¡prueba superada! 

Al pisar tierra firme de nuevo y dar gracias al Altísimo por haber salido ileso de la aventurita, sólo se me ocurrió una cosa; Que sólo la realidad supera a la ficción. Y que lo que había visto en decenas de películas -la típica escaramuza de una ventana a otra del hotel- podía hacerse realidad en cualquier momento inesperado de mi vida. Así fue. 

Y si no encuentras excusa para hacerlo; si nadie te persigue o no tienes motivos para querer espiar en la ventana del vecino. Si tus divertimentos de ladronzuelo no llegan a tanto, no tienes por qué esperar la ocasión. Haz como yo, querido lector; Abre la puerta corredera de tu balcón, atraviésala y vuelve a empujarla hasta oír un clic. Así ya estarás satisfactoriamente encerrado en tu propio balcón. Ah, y no olvides dejar dentro llaves, teléfono o cualquier otro artilugio del día a día que pueda ayudarte a escapar de la situación. ¡Que lo disfrutes!