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viernes, 2 de septiembre de 2011

Guardad bien el secreto (verano de 2010)

Las doce del mediodía. Asomo mi cabeza por la ventanilla del vagón, maravillado como un niño que monta por primera vez en tren. Hemos salido de Budapest hace más de una hora y aún falta más de otra hora larga para llegar al lago Balaton. Eso es lo que vamos a tardar en recorrer una distancia de ciento treinta kilómetros. Viajando en tren por aquí uno viaja en el tiempo, por las distancias, por el medio de transporte y porque además todo es tan comunista... Placas del fabricante del tren, gigantes estrellas doradas en cada estación, instrucciones en ruso... recuerdan que hace veintiún años los húngaros vivían bajo la alargada sombra de la U.R.S.S. A cada paso la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Los cambios de agujas los hace un hombre con mono azul, trabajador de la compañía ferroviaria por un montón de Florines.
¿Qué ha pasado aquí?
No lo se. Estaré aquí apenas diez días y no se si sabré en ese tiempo entender qué ha pasado aquí. Y tengo miedo de acercarme a las páginas de historia, de papel o digitales, porque estoy un poco afectado por esa idea de creer que todo lo impreso es palabra de Dios.
Pero mientras voy en este tren hacia Balatonfüred estoy haciendo otro viaje en el tiempo (bueno, los viajes son siempre en el tiempo) junto a mi mujer y junto a un hombre que pensó en lo que leo mientras la locomotora diésel tira como puede del vagón de tercera en el que vamos. Ortega y Gasset -el hombre al que leo- pensó en lo que solía decir en privado Hermann Weyl. Algo así como que si diez o doce físicos de su momento murieran de manera súbita, se perdería una parte importante, si no toda, del avance en física de ese momento. Y decía -decía el español, no el alemán- que no nos damos cuenta de la gratitud que debemos a muchos hombres del pasado (vamos construyendo la historia) porque nacemos dando por hecho que todo lo que existe y nos rodea casi forma parte de la naturaleza. Parece que existe desde siempre y como por generación espontánea.
Y levantaba la vista mirando al compartimento enmoquetado del tren. Mirando la figura de mi mujer, sobre ese asiento desgastado que parece un anacronismo bajo ella. Mirando a través de la ventanilla al exterior. ¿Qué ha pasado aquí? Parece que esos diez o doce hombres clave -físicos, ingenieros o matemáticos- han desaparecido de manera súbita, como podía temer Weyl (sobre todo si se consideraba uno de ellos). Parece que alguien les dijo a esos hombres “guardad bien el secreto”.
A cada paso, aquí o en Nueva York, la hierba crece entre el bloque. Esa hierba que solo crece cuando nadie la vigila. Y si queremos que no crezca la hierba donde creemos que no debe crecer... debemos vigilarla. Cada día, en una buena parte del mundo, luchamos para que las aceras perfectas de las calles y la electricidad perfecta de las lámparas parezcan algo que forma parte de nuestra naturaleza; parezcan Naturaleza. Y cada día en esa parte del mundo tenemos que estar más pendientes para no perder esos secretos que hacen tan sofisticado nuestro mundo y que cada vez son más y más numeritos y fórmulas más y más complicados y más y más vitales para nuestro mundo. Y cada vez más, para que ni una brizna de hierba crezca donde no tiene que crecer.
Y más y más nos olvidamos de esa tremenda gratitud que debemos a los hombres del pasado. No porque haga falta un homenaje, una calle o una estatua a esas personas. Tal vez, porque hace falta recordar. Que según hemos construido nuestra historia, hemos construido nuestro mundo para parecer más invencibles.
Pasados esos diez días he vuelto a mi ciudad, y montado en el suburbano veo las caras de la gente pasando hechas garabatos del día. Caras a las que no les importa nada que no exceda de los límites de su piel si no es vía USB. Y me he asustado un poco viendo como unas manos manejaban sobre la pantalla de una agenda o similar fotos, menús e iconos. Parecíame que volvía a escuchar la voz del pasado que le había dicho a aquellos sabios “guardad bien el secreto” y aqui somos peces entre un mar de Cosas que no sabemos de dónde vienen ni por qué han venido.

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