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lunes, 10 de octubre de 2011

Un hombre educado (Visite nuestro bar II)


Aprovecho la calma que se respira en la trinchera. Aún está humeante la tierra a mi alrededor después de la batalla. Hemos sido atacados casi por sorpresa pero afortunadamente había munición suficiente para contenerlos. Los lanzaempanadillas en sus puestos han aturdido a la clientela mientras los tiradores de cerveza disparaban a discreción contra el enemigo que se acercaba por la puerta de entrada. Han intentado abordar nuestras posiciones por un ladito de la barra pero gracias a la labor de la infantería que abofeteaba con la bandeja, se ha conseguido repeler el ataque.
Todavía resoplo después del último café cortado, chupito de aguardiente y la cuenta. Con esta última munición hemos conseguido despejar el campo y hacernos de nuevo fuertes tras la barra. Ha habido varias bajas -platillos de café, sobre todo y alguna copa de cognac de las que se rompen con mirarlas- pero el sacrificio ha valido la pena.
Recuerdo el momento más duro de la batalla. Ha sido hacia las 14:30. manteníamos nuestras posiciones atendiendo al enemigo en la barra. Los vermuts volaban. Los sifones se vaciaban uno detrás de otro y los botellines vacíos de Cola se amontonaban tras la linea de fuego. Entonces uno de los zapadores enemigos me pregunta si vamos a tardar mucho en darle su mesa. Le he reconocido. No hacía ni dos minutos que había llegado a la barra y mi compañero había salido enseguida a prepararle la mesa número cuatro -era la tercera vez que la doblábamos hoy-. Le digo que enseguida está; que no tardará ni dos minutos -otros dos- en estar lista.
Y entonces, cuando creía tener neutralizado ya al enemigo; cuando pensaba que el platito de aceitunas de Campo Real que le había colocado junto a su copa de tinto sería suficiente para contenerle -a el y a toda su compañía- va y suelta la frase que no quería oír; El enemigo sabe por dónde atacar. Entre aceituna y aceituna -tenía por lo menos tres en cada carrillo- me dice “Es-que-tenemos-prisa-¿sabe?”
Entonces suelto mi arma, me voy a un ladito de la barra y apunto en la libreta: ¿Por qué dices "tengo prisa" cuando quieres decir "tengo hambre"? Después vuelvo a mi puesto junto al zapador, hundo las pinzas en el bol de los torreznos y, sonriente coloco una cestita con dicha munición junto a las rollizas manos del zapador hambriento que simula tener prisa.
Ahora que la calma tras la batalla es nuestra de nuevo, pienso en el zapador y toda su compañía. Y me pregunto de nuevo por qué somos tan educaditos. Es de mal gusto, pienso yo, que un caballero que pesa más que lo que debieron pesar las tres vacas que le dieron por toda dote el año que se desposó con su señora, diga que tiene hambre. Claro. Pero entonces ¿por qué tiene hambre? ¿Quizá el travieso zapador ha acostumbrado a su estómago a ejercicio digestivo cada muy poquito tiempo? ¿Tal vez no sabe hacer otra cosa que comer? ¿Sabe nuestro querido y siempre-portador-de-la-razón, cliente, que si no come tal vez no va morir en ese mismo momento?
Digo yo que sí lo sabe. Por eso le da cierta vergüenza acercarse a la barra y decir “Oiga amable camarero: es que me ruge el estómago una barbaridad. Sé que no debería hacerlo pero es así de indisciplinado; Ruge hasta en los lugares públicos. Si tiene la amabilidad de sentarnos ya a la mesa y comenzar a sacar viandas, quedaré en deuda con usted”.
O tal vez no se ha parado a pensar en todas estas consideraciones, ni falta que le hace. Porque si nuestro bienamado zapador pesa lo que esas tres vacas, ya habrá hecho la cuenta él mismo que a cambio hay por ahí una personita que no abulta de perfil más que sus rollizos dedos que recuerdo había junto a los torreznos y las aceitunas de Campo Real. Y esa personita seguro que sí tiene hambre. De la que no se soluciona con unas aceitunitas.

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